Occidente puede resquebrajarse
Osama Bin Laden, Al Qaeda, los talibanes y el islamismo radical en general, representan para las democracias liberales un desafío ideológico en cierto modo mayor que el que representó el comunismo. Pero, a largo plazo, es difícil imaginar el islamismo como una alternativa real de gobierno en las sociedades del mundo actual. No sólo su atractivo para los no musulmanes es muy limitado sino que tampoco responde a las aspiraciones de la gran mayoría de los propios musulmanes. Ha quedado claro que, en los países que han tenido recientemente experiencia de lo que es vivir bajo una teocracia musulmana -Irán y Afganistán-, ésta ha terminado siendo enormemente impopular. Si bien los fanáticos islamistas en posesión de armas de destrucción masiva representan, a corto plazo, una seria amenaza, a largo plazo, en lo que a la batalla de las ideas respecta, la amenaza no provendrá jamás de ellos. Los ataques terroristas del 11-S han significado un importante giro, pero al final, la modernización y la globalización seguirán siendo los principios estructurantes fundamentales de la política mundial. Lo que sí ha surgido es una cuestión importante: la de saber si 'Occidente' es realmente un concepto coherente. Tras el 11-S hubo en todo el mundo muchas manifestaciones espontáneas de apoyo a Estados Unidos y los Gobiernos europeos se alinearon inmediatamente con él en su 'guerra contra el terrorismo'.
Pero una vez que quedó clara la total dominación militar de Estados Unidos con la expulsión de Al Qaeda y los talibanes de Afganistán, el antiamericanismo volvió a surgir.
Cuando en enero de 2002, Geaorge Bush denunció en su discurso del Estado de la Unión a Irak, Irán y Corea del Norte como el 'eje del Mal', no fueron sólo los intelectuales europeos sino también los políticos y, la opinión pública en general, quienes empezaron a criticar a Estados Unidos en una amplia variedad de frentes.
¿Qué pasó para que así fuera? Se suponía que el fin de la historia señalaba la victoria de los valores e instituciones occidentales - no sólo estadounidenses- lo que hacía de la democracia liberal y de la economía de mercado las únicas opciones viables. La guerra fría se había desarrollado mediante unas alianzas basadas en los valores comunes de libertad y democracia, pero desde entonces, se ha abierto un inmenso foso entre la concepción del mundo estadounidense y la europea, y el sentimiento de compartir los mismos valores se debilita progresivamente. ¿Sigue teniendo sentido el concepto de Occidente en esta primera década del siglo XXI? ¿Dónde se sitúa la línea divisoria de la globalización: entre Occidente y el resto del mundo, o entre Estados Unidos y el resto del mundo?
Los temas que, desde el discurso del 'eje del Mal', ponen de manifiesto las fricciones entre Estados Unidos y Europa giran fundamentalmente en torno al supuesto unilateralismo estadounidense frente a la legislación internacional. Es bien sabida la lista de las críticas de los europeos a la política estadounidense: la retirada de la Administración Bush del protocolo de Kyoto sobre el calentamiento del planeta, su negativa a ratificar el Pacto de Río sobre la biodiversidad, su retirada del Tratado ABM, y la prosecución de una defensa con misiles, su oposición a la prohibición de las minas antipersonas, el trato dado a los prisioneros de Al Qaeda en la bahía de Guantánamo, su rechazo a nuevas claúsulas respecto a la guerra biológica y, más recientemente, su oposición a la creación de una Corte Penal Internacional. Pero el acto más grave de unilateralismo estadounidense, es, para los europeos, el anuncio por parte de la Administración Bush de su intención de cambiar el régimen en Irak, incluso invadiendo el país en solitario.
El discurso del 'eje del Mal' marcó un hito en la política exterior estadounidense, que pasó de ser una política de disuasión a ser una política de prevención activa del terrorismo. Esta doctrina fue ampliamente desarrollada en el discurso que Bush pronunció en Westpoint, el mes de junio, en el que declaró que 'la guerra contra el terror no debe ganarse desde un punto vista defensivo', para continuar diciendo que 'debemos dar la batalla al enemigo, deshacer sus planes y enfrentarnos a sus peores amenazas antes de que surjan. Hemos entrado en un mundo en el que la única vía para lograr la seguridad es la vía de la acción'.
Europa está en la posición de instaurar un orden internacional que se base en unas reglas adaptadas al mundo de la posguerra fría. Ese mundo, libre de conflictos ideológicos agudos y de un enfrentamiento militar a gran escala, deja mucho más espacio al consenso, al diálogo y la negociación como vías de solucionar los conflictos. A los europeos les escandaliza la anunciada adopción de una política frente a los terroristas o los Estados que los apoyan casi ilimitada en el tiempo y en la que sólo Estados Unidos decidirá cuándo y dónde utilizar la fuerza. Ello plantea una importante cuestión de principios que, con toda seguridad, provocará que las relaciones trasatlánticas sigan siendo un tema neurálgico en los próximos años. No se trata de s un desacuerdo sobre los principios de la democracia liberal, sino sobre los límites de la legitimidad liberal democrática.
Los estadounidenses están inclinados a considerar que no hay legitimidad democrática más allá del Estado-nación constitucional y democrático. Si las organizaciones internacionales tienen legitimidad es porque unas mayorías democráticas debidamente constituidas se la han conferido mediante un proceso contractual negociado. Y las partes contratantes pueden retirarles esa legitimidad en cualquier momento. No hay legislación ni organización internacional con existencia independiente de ese tipo de acuerdo voluntario entre Estados-nación soberanos.
Los europeos, por el contrario, están inclinados a creer que la legitimidad democrática está relacionada con la voluntad de una comunidad mucho más amplia que un Estado-nación individual. Dicha comunidad internacional no toma cuerpo concreto en un único orden mundial constitucional y democrático, pero transmite la legitimidad a unas instituciones internacionales ya existentes que se considera que la encarnan en parte. Así, las fuerzas de paz en la ex-Yugoslavia no son simplemente fruto de unos acuerdos intergubernamentales ad hoc, sino la expresión moral de la voluntad de la comunidad internacional en su más amplio sentido y de los principios en los que se basa. Alguien podría verse tentado a decir que la testaruda defensa de la soberanía nacional como la practicada por el senador Jesse Helms es sólo característica de una parte de la derecha estadounidense, y que la izquierda es tan internacionalista como lo son los europeos. Sería bastante cierto en el ámbito de la política exterior y de seguridad, pero totalmente falso en lo que respecta al aspecto económico del liberalismo internacional. Así, la izquierda no confiere a la OMC ni a ningún otro organismo en este sector un estatus especial desde el punto de vista de la legitimidad. Desconfía mucho de la OMC que, en nombre del libre comercio, elude la legislación sobre medio ambiente o la legislación laboral. En estos temas, se muestra tan celosa de la soberanía democrática como Elms.
La UE representa una población de 375 millones de personas con un PNB de cerca de 10 billones de dólares, frente a una población de 280 millones y un PNB de 7 billones de doláres de EE UU. Aunque Europa podría gastar en defensa el mismo dinero que EE UU, ha optado por no hacerlo y apenas gasta en conjunto 130.000 millones de dólares. El incremento del gasto de defensa que pidió Bush para estados Unidos tras el 11-S, es superior que todo el gasto de defensa de Reino Unido. A pesar del giro conservador que Europa ha dado en el 2002, ningún candidato de la derecha ha hecho campaña a favor de un fuerte incremento del presupuesto de defensa.
Si bien la capacidad de los europeos para desarrollar su potencial de poder está en gran medida limitada por los problemas que el actual sistema de toma de decisiones de la UE plantea a la hora de una acción colectiva, el no crear un poder militar más útil es claramente una opción política. Por otra parte, las diferencias que separan Estados Unidos del resto de los países democráticos en lo referente al Eestado de bienestar, el crimen, la educación o la política exterior son una constante. Estados Unidos es claramente más antiestatalista, más individualista, más favorable al laissez-faire, y más igualitario que otras democracias.
Los europeos consideran que la violenta historia de la primera mitad del siglo XX es consecuencia directa de un ilimitado ejercicio de la soberanía nacional. La casa común que los europeos están edificando desde los años 50 tiene deliberadamente el objetivo de imbricar esas soberanías en múltiples estratos de reglas, normas y regulaciones a fin de impedir que se vuelvan a descontrolar. Pese a que la Unión Europea podría convertirse en un mecanismo de aglutinación que proyectara su poder más allá de las fronteras de Europa, lo que la mayoría de los europeos espera de ella es que trascienda a la política de poder.
Muchos estadounidenses consideran que, tras el 11-S, el mundo es fundamentalmente más peligroso. Que, si posee armamento nuclear, un dirigente como Sadam Husein se lo pasará a los terroristas, y que ello constituye una amenaza para toda la civilización occidental. La gravedad de dicha amenaza ha provocado la nueva doctrina de anticipación y la voluntad de Estados Unidos de utilizar la fuerza de modo unilateral en todo el mundo.
Por el contrario, muchos europeos piensan que los atentados del 11-S constituyen un acontecimiento aislado, y que Osama Bin Laden tuvo mucha suerte y dió en el blanco. Pero, según ellos, hay pocas probabilidades de que Al Qaeda tenga un éxito similar en el futuro, dado el estado de máxima alerta y las medidas defensivas y preventivas establecidas a partir del 11-S. Los europeos consideran también que el riesgo de que Sadam Husein entregue armas nucleares a los terroristas es mínimo, que es posible disuadirle de que lo haga y que, por lo tanto, no es necesaria la invasión de Irak. Finalmente, tienden a pensar que los terroristas musulmanes no representan una amenaza para Occidente en general, sino que está muy centrada en Estados Unidos, debido a la política que este país lleva a cabo Oriente Próximo y en la región del Golfo.
Las diferencias de criterio que han aparecido entre Estados Unidos y Europa en el 2002 no son simplemente un problema pasajero provocado por el estilo de la Administración Bush, o por la situación mundial tras el 11-S. Es el reflejo de la existencia de una concepción diferente de la legitimidad democrática en el seno de una civilización occidental más amplia.
Francis Fukuyama es profesro de Economía Política Internacional en la Paul H. Nitze Schooll of Advanced International Studies en la Johns Hoppinks University en Washington. Este texto ha sido adaptado por el International Herald Tribune de una conferencia pronunciada en el Center for Independent Studies de Sydney.
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