Banyeres: Vicent Berenguer
Dentro del catálogo, más bien sucinto, de agitadores de las aguas literarias de Valencia, pocos habrá que merezcan tanto una mención de honor como Vicent Berenguer, por su participación entusiasta en la organización de mil entretenimientos, recitales, jornadas, revistas y demás, como por el hecho, sin duda poco corriente, de haber fundado y sostenido, él solo, durante más de una década, una editorial (ahora colección) dedicada exclusivamente a la poesía. Sin arruinarse, además. Vicent Berenguer es un hombre ordenado, y por ello eficaz, y esta cualidad suya, más rara de lo que la gente cree, es la que ha hecho posible que salga ileso de las mayores temeridades a que le inclina su alma aventurera.
Pero Vicent Berenguer es, por encima de todo, un poeta; un lírico sensual y a la vez secreto, pertinaz, lúcido y meditativo. Vicent Berenguer es poeta porque cree en la magia preservadora del orden que va instituyendo en las palabras y también porque se ha dedicado a cultivar su jardín, sin desvíos ni olvidos, con atención constante. Vicent Berenguer ama los placeres repetidos y los enigmas familiares; es un buscador codicioso de la delicadeza, los contornos fugaces, las interrogaciones y los silencios, pletóricos o humildes, de su jardín cerrado. Sus paisajes verbales tienen la fuerza y la densidad perpleja de quien sabe mirarlo todo siempre por vez primera.
Vicent trabaja y maquina sus negocios en Valencia, pero es de Banyeres de Mariola, y allí procura pasar sus vacaciones. Banyeres es una villa industrial, dedicada al textil y, en menor medida, al papel, que equidista aproximadamente de Alcoy y de Ontinyent, los dos centros que procura emular. En Banyeres, las jornadas de trabajo son duras, y el dinero es el rey que todos acatan, con la excepción del grupo literario que publica la revista Barcella. Sobre el pueblo el castillo. Abajo, la especulación rampante ha abolido buena parte del encanto del pueblo que Berenguer conoció de niño. La destrucción ha alcanzado también algunos de los paisajes que a Vicent le gusta evocar; quizá por eso su poesía tenga un sesgo elegíaco tan vivo. No sólo se ha esfumado la patria venturosa de la infancia. También los lugares que fundamentaban su memoria han desaparecido.
Pero, naturalmente, la destrucción no ha podido con todo. Esta es tierra de montaña, de sierras, peñas, barrancos y senderos, de vastos horizontes repentinos. Aún son posibles, pues, los paseos largos y productivos. Desde una quebrada, entre Banyeres y Onil, se puede ver el mar, muy lejano. Cerca del pueblo, el Vinalopó, aún joven, es poco más que un riachuelo. A su paso, las frágiles cañas de la orilla, la grava y las adelfas. Más arriba, higueras y almendros, olivares. Cipreses en el pequeño cementerio, hacia donde no disparan nunca los arcabuces, cuando se celebran moros y cristianos. Esta es la tierra interior sobre la que Vicent ha escrito tantas veces con un rabioso amor. Lo merece. En esta tierra de corazón cansado, Vicent ha percibido que los cuerpos humanos tienen un aire vegetal y que es amargo el beso de los árboles, pues, al fin, el mundo es uno; su belleza, en cuerpos y en paisajes, es frágil y debemos admirarla cada día con plena gratitud, como un milagro.
Y ahora Vicent debe estar allí, en Banyeres, paseando por su tierra interior, que conoce recodo por recodo, palmo a palmo, con la lenta constancia de un amante o un jardinero antiguo. Viviéndola en la sangre, como un río.
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