PSICOLOGÍA MARCIANA
Tendría gracia que estuviéramos solos en el universo. Sólo en nuestra galaxia, la Vía Láctea, hay unos 200.000 millones de estrellas y, según vamos sabiendo, muchas de ellas tienen planetas en órbita. Para colmo, hay una infinidad de galaxias aparte de la Vía Láctea, y la cantidad de estrellas y de planetas que puede haber en ellas marea al espíritu más sobrio. ¿Vamos a estar solos en mitad de ese vértigo de espacios, tiempos, materias y paradojas? ¿Qué mayor antropocentrismo cabe que creernos los únicos habitantes de este cosmos absurdamente gigantesco?
Sin embargo, pese a los denodados intentos de varios cientos de oscuros iluminados, videntes de ojos turbios y predicadores con más verbos que predicados, los hombrecitos verdes no acaban de aparecer por ninguna parte. ¿Por qué no vienen, si tantos hay? El universo tiene unos 15.000 millones de años, así que no me digan que no les ha dado tiempo. Pues menuda tecnología avanzada sería ésa.
Cuando la realidad no responde, los humanos la sustituimos por la ficción, y no es extraño que las historias de extraterrestres -eso que antes llamábamos marcianos, que es una palabra mucho más bonita- hayan inundado el cine de artificio y la literatura de género, incluida la del género tonto.
Pero la verdad es que la inmensa mayoría de estas obras resbalan de forma delirante no ya por las pendientes abismales de la pseudociencia, cosa esperable dado el tema, sino también por las del aburrimiento atroz, cosa imperdonable dado el tema. Si los marcianos de verdad, caso de haberlos, se parecen en algo a esos pelmazos cabezones escamosos con voz de pito con que la industria -no importa qué industria- se empeña en martirizarnos de forma contumaz, más vale que se queden en su casa y nos dejen en paz en nuestro provinciano sistema solar. Preferimos Operación Triunfo, de verdad.
Pero quizá haya tres excepciones notables. La primera es la narrada por el codescubridor del ADN Francis Crick en La vida misma, una especie de libro sobre los extraterrestres que escribió hace 20 años. El gran físico italiano Enrico Fermi tuvo entre sus colaboradores a tres científicos húngaros: Leo Szilard (uno de los artífices de la primera reacción nuclear sostenida), Jeno Wigner (premio Nobel por sus muchas contribuciones a la física nuclear) y Ede Teller (cerebro de la primera bomba de hidrógeno). Durante una reunión científica en los primeros años cincuenta, alguien entre el público preguntó a Fermi si creía en los extraterrestres, y Fermi respondió:
-Ya están entre nosotros, y se los conoce como 'húngaros'.
Otra posible versión es la planteada por Isaac Asimov en una de sus novelas más originales, Los propios dioses (el título hace referencia a la frase de Schiller 'contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano'). Aquí los marcianos también existen, pero no sólo están en otro universo distinto al nuestro, sino que se reproducen en grupos de a tres. La idea funciona como una metáfora de la soledad cósmica: aun cuando haya otros, nunca podremos encontrarlos. Incluso da miedo pensar qué podría pasar si nos encontráramos sólo a dos de ellos.
La especulación más interesante sobre un hipotético contacto con los hombrecitos verdes es posiblemente la planteada por el astrofísico Carl Sagan en su novela Contacto. Hasta su muerte en 1996, Sagan fue uno de los grandes impulsores del programa SETI (siglas inglesas de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre). Nuestra civilización emite radiaciones electromagnéticas al espacio al menos desde las primeras transmisiones de televisión de largo alcance, y el programa SETI se basa en la suposición de que las civilizaciones de otros planetas harán lo propio, y de que nosotros deberíamos ser capaces de detectarlas jugando adecuadamente con nuestros radiotelescopios.
En Contacto, que fue llevada al cine por Robert Zemeckis en 1997, la protagonista (interpretada por Jodie Foster) logra lo que Carl Sagan no consiguió en toda su vida: recibir una señal de otro planeta. La señal contiene un mensaje. Y el mensaje lleva codificadas las instrucciones para fabricar un medio de transporte. Jodie Foster se sube a la máquina, viaja a la otra estrella y se encuentra allí a... ¡su padre! Por supuesto, el padre no es más que una recreación de realidad virtual: Sagan, simplemente, no se atrevió a poner cara a sus marcianos.
El ejercicio agosteño para el lector es: ¿cómo serían los marcianos si existieran? ¿Tendrían cara? ¿Ojos? ¿Piernas? ¿Habría psicólogos entre ellos? ¿Qué pensarían si hubieran captado la final del último Festival de Eurovisión?
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