Vuelo Iberia 6250: "Dios mío, perdónanos"
Un pasajero, periodista de EL PAÍS, cuenta su angustia durante el aterrizaje de emergencia
Los españoles, siempre al filo del horario. La delegación de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) con la que viajo de camino al aeropuerto Kennedy para tomar el vuelo de vuelta a Madrid llega con apenas una hora justa para embarcar en el vuelo de Iberia 6250. Sin embargo, al explicarle al responsable del puesto de facturación que vamos con un grupo de músicos que tiene que llegar forzosamente a Madrid, accede a que nos saltemos una inmensa cola. 'Qué suerte', pensamos, 'no vamos a perder el vuelo'. Embarcamos y, a la hora en la que está previsto el despegue, 6.10, hora de Nueva York, ocupamos nuestros asientos. A mí me toca en el 54D, pasillo central, casi al final del Jumbo 747.
El avión inicia el despegue con un retraso aproximado de 50 minutos. Lo hace con total normalidad y casi estoy a punto de ponerme a dormir, pero decido esperar a la cena. Para entretenerme observo la pantalla de vídeo en la que suelen aparecer los datos de hora local y de llegada, la altitud y velocidad y, finalmente, un mapa de EE UU en el que figuran las principales ciudades y un pequeño avión que sale de Nueva York dejando una pequeña estela roja: el recorrido que va haciendo.
Pasan apenas unos 10 minutos y, de repente, leo en la pantalla que la altura del avión nunca rebasa los 1.000 metros de altura y la velocidad no aumenta. Unos instantes después compruebo con estupor que el avioncito del mapa aparece ahora dado la vuelta. No soy el único que lo ha visto. Un pasajero de color que lleva una túnica plateada se levanta inquieto a pesar de que aún no se ha apagado el letrero que indica que aún hay que llevar el cinturón de seguridad puesto. Miro a una azafata que viene andando rauda por el pasillo izquierdo y compruebo que va lívida. Es justo en ese momento cuando la voz del piloto del avión anuncia con tono contrariado que 'por problemas técnicos' hay que regresar de inmediato al aeropuerto.
Mientras todos advertimos que el piloto ha iniciado el giro de manera evidentemente brusca, vuelvo a mirar la pantalla y el miedo me asalta cuando veo que el avión, en lugar de tomar la dirección de Nueva York, se desvía hacia Trenton, capital del vecino Estado de Nueva Jersey. No puedo calcularlo con total exactitud, pero creo que apenas cinco minutos después comienzan a salir de modo evidente chispas del ala izquierda del avión. Una voz de mujer empieza a gritar: 'Oh, my God; oh, my God' (Oh, Dios mío; oh, Dios mío). Los compañeros de SGAE que están sentados cerca de mí y yo intercambiamos frases de tranquilidad, pero un nuevo vistazo a la pantalla revela que la altitud del aparato ha experimentado bruscos saltos hacia abajo: pasa de 1.000 a 700 en muy pocos segundos, y de ahí a 400. Vuelvo a mirar por las ventanas y veo que por el lado derecho se ve el cielo, pero por las del izquierdo, además de las chispas que no cesan e incluso aumentan, se ven muy cercanas una serie de casas. El avión va pegando tirones del lado izquierdo. Ahí es cuando me hago la terrible pregunta: '¿Va a ser así?'. Pero inmediatamente me contesto a mí mismo: 'Pues qué manera más estúpida'.
Para acabar de alimentar el miedo que ya empieza a ser colectivo, una mujer entona en inglés a grito pelado una oración de la que sólo distingo: 'Hallelujah' y un 'perdónanos' por no sé qué. El avión baja a toda pastilla y enfila la pista pegando tirones. El aterrizaje, aunque de emergencia, es impecable, lo cual nos mueve a arrancar un aplauso de euforia, pensando que lo peor ya ha pasado. Por fin, el aparato se detiene y una voz por los altavoces avisa de que se va a producir el desalojo a la mayor velocidad posible y por el lado derecho. Por las ventanas del lado izquierdo vemos que las chispas se han transformado en una espesa cortina de humo, a través de la cual apenas se distingue un montón de coches de policía y, viniendo detrás y de lejos, varios camiones de bomberos. Aunque ya el pánico comienza a desatarse entre el pasaje, me sorprende que los viajeros españoles, buena parte de aquél, somos los que nos lo estamos tomando de manera más serena.
De hecho, todo el mundo saca su equipaje de mano de los compartimentos. Procedemos a enfilar de modo ordenado, pero veloz, el camino hacia las puertas de emergencia situadas al final del aparato. Mientras, veo por las ventanillas del lado derecho que los que ya han saltado del avión se alejan de él como alma que lleva el diablo; en ese momento caigo en que el Jumbo corre peligro de explotar.
Para colmo de males, la azafata situada en la puerta de la cola empieza a gritar con cara de pánico que por ahí no se puede, que la rampa está inutilizada. Ahí nos da el ataque a todos e, iniciándose los empujones, tomamos el camino de la segunda rampa, situada más hacia el centro del aparato. Nadie nos da una indicación de cómo han de hacerse las cosas y, según vamos llegando a la puerta, la gente salta sin orden, produciéndose un atasco de cuerpos en la rampa. Una señora de complexión obesa se ha quedado atascada a la mitad de la rampa. Rápidamente empujo a la persona que me precede para que baje sin chocar con la señora y salto yo después. Un empleado del aeropuerto me frena en seco. Salgo pitando hacia una de las vallas de la pista.
Desde donde estoy miro al aeroplano y veo que la pista está totalmente cubierta de espuma, por la acción de los bomberos, y que el humo que sale del ala del otro lado del avión forma una enorme columna. Pero lo que nos colma de indignación a todos es que la última rampa de salvamento, la situada en la cola al lado izquierdo, está efectivamente inutilizada. Parece una colchoneta de playa parcialmente pinchada y el borde no llega al suelo. El músico Pablo Novoa, que ha venido a Nueva York a tocar con Mastretta, habla con una azafata y a ésta se le escapa que en 21 años de profesión nunca había vivido una situación tan peligrosa.
Llegan ambulancias y veo que atienden a la señora obesa que se había atascado. Unos minutos después llegan varios autocares y nos trasladan a la terminal 48 del aeropuerto, en donde los viajeros americanos se sientan tratando de calmar sus nervios, mientras los españoles y los italianos nos lanzamos hacia la barra del bar y pedimos a gritos cervezas y güisqui. Todos sacamos el tabaco y comenzamos a fumar, pero, para nuestro estupor, acuden un montón de policías a decirnos que ésa es 'no smoking area' y que apaguemos los pitillos. Tratamos de razonar con ellos y explicarles nuestra angustia, pero es inútil. La conversación sube de tono y uno de ellos amenaza a gritos con solicitar refuerzos para que nos detengan a todos.
Permanecemos unas dos horas en el aeropuerto sin que nadie se identifique como personal de Iberia y nos dé algún tipo de explicación. Sólo hay empleados de American Airlines y policías. Nos traen mantas, agua y bolsas de patatas fritas. Mientras, la policía procede a interrogar uno por uno a los alrededor de 400 pasajeros.
Por fin, el personal del aeropuerto anuncia que nos van a desplazar a un hotel de Long Island. Según salimos en dirección a los autocares, varios equipos de diversas cadenas americanas de televisión toman imágenes, incluso intentan entrevistar a algunos pasajeros, norteamericanos, por supuesto. Entonces es cuando comentamos entre nosotros: 'Pues sí que ha debido ser esto gordo, sí'.
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