La muerte lenta: un castigo minucioso
Aparte del lógico malestar físico, estar enfermo durante largo tiempo llena el ánimo de una terrible sensación de desamparo, pero también de periodos de lucidez analítica que hay que saber apreciar. En los tres últimos meses he entrado y salido varias veces del hospital y mis días se han caracterizado por largos y dolorosos tratamientos, transfusiones de sangre, análisis interminables, horas y horas improductivas de mirar al techo, una fatiga y una infección agotadoras, la imposibilidad de trabajar normalmente y la oportunidad de pensar, pensar, pensar... Pero también hay ratos intermitentes de lucidez y reflexión que, en ocasiones, ofrecen a uno la perspectiva de una vida cotidiana que permite ver las cosas de otra forma (aunque sin poder hacer gran cosa al respecto).
Se dice que Israel es una democracia; si lo es, es una democracia sin conciencia, con el alma presa de la obsesión de castigar al débil
Leyendo las noticias de Palestina y viendo las espantosas imágenes de muerte y destrucción en televisión, deduje una serie de detalles de la política del Gobierno israelí, especialmente de los procesos mentales de Sharon, que me han dejado absolutamente asombrado y horrorizado. Cuando me enteré de que, tras el reciente bombardeo de Gaza por parte de uno de sus F-16, en el que murieron nueve niños, había felicitado al piloto y se había mostrado orgulloso del gran éxito israelí, comprendí con mucha más claridad no sólo hasta dónde puede llegar una mente perturbada a la hora de planificar y dar ódenes, sino cómo se las arregla para convencer a otras mentes y hacer que piensen del mismo modo delirante y criminal. Entrar en la mente oficial israelí es una experiencia escabrosa pero que merece la pena.
En Occidente se ha prestado, sin embargo, una reiterada y poco edificante atención a los atentados suicidas palestinos, y esa distorsión tan burda de la realidad ha oscurecido por completo algo mucho peor: esa maldad oficial israelí, tal vez exclusiva de Sharon, que, de forma tan deliberada y metódica ha visitado al pueblo palestino. Los atentados suicidas son reprobables, pero tambien consecuencia directa y, en mi opinión, programada, de años de abusos, impotencia y desesperación. Tienen muy poca relación con la presunta tendencia árabe o musulmana a la violencia. Sharon desea el terrorismo, no la paz, y hace todo lo que puede para crear las condiciones que lo favorezcan. Sin por ello negar todo su horror, considero que a la violencia palestina -reacción de un pueblo desesperado y terriblemente oprimido- se le ha arrebatado su contexto, el terrible sufrimiento del que nace; no se ve que es un fracaso de la humanidad, lo cual no le resta horror pero lo sitúa en una realidad histórica y geográfica.
Nunca se da la menor oportunidad para ver el contexto del terrorismo palestino -que, por supuesto, es terrorismo-, porque implacablemente se ha considerado un fenómeno aparte, un mal puro y gratuito contra el que Israel, presuntamente en nombre del bien, lucha virtuosamente con sus horribles actos de violencia desproporcionada contra una población de tres millones de civiles palestinos. No se trata sólo de cómo Israel manipula la opinión pública, sino de cómo ha explotado la campaña antiterrorista estadounidense, sin la que no habría podido hacer lo que ha hecho. (Es más, no se me ocurre ningún otro país de la tierra que haya llevado a cabo tales milagros de meticuloso sadismo contra toda una sociedad ante los ojos de los televidentes y haya salido bien librado.) El que esa maldad se haya incorporado conscientemente a la campaña antiterrorista de George W. Bush, que ha exacerbado con inmensa facilidad las fantasías y obsesiones de los estadounidenses, es un elemento importante de su ciega capacidad de destrucción.
Siguiendo el ejemplo de las brigadas de intelectuales estadounidenses entusiastas (y, en mi opinión, absolutamente corruptos) que tejen enormes marañas de falsedades sobre los buenos propósitos y lo necesario del imperialismo de EE UU, la sociedad israelí ha recurrido a numerosos profesores, intelectuales acostumbrados a elaborar políticas y ex-militares que trabajan en empresas relacionadas con la defensa y las relaciones públicas, para que racionalicen y hagan convincentes una política inhumana de castigo, supuestamente basada en la necesidad de seguridad de Israel.
La seguridad israelí es, en estos momentos, un animal de fábula, una especie de unicornio. Se la persigue sin alcanzarla jamás, pero constituye el objetivo eterno de cualquier acción futura. El hecho de que sea cada vez menos segura y más inaceptable para sus vecinos apenas cuenta. Ahora bien, ¿alguien se opone a la idea de que la seguridad israelí deba definir el mundo moral en el que vivimos? No los dirigentes árabes y palestinos que llevan 30 años renunciando a todo por esa seguridad. ¿No habría que someterlo a discusión, teniendo en cuenta que Israel con su arsenal nuclear, su fuerza aérea, su marina y su ejército financiados indefinidamente por el contribuyente estadounidense, ha causado más daño a los palestinos y otros árabes -en proporción con su tamaño- que cualquier otro país del mundo?
El resultado es que se ocultan los detalles del sufrimiento cotidiano de los palestinos y, lo que es más importante, que ese sufrimiento se cubre de una lógica que habla de defensa propia y persecución del terrorismo (infraestructura terrorista, guaridas, fábricas de bombas, sospechosos... la lista es infinita) de lo más conveniente para Sharon y para el lamentable George Bush. Es decir, las ideas sobre el terrorismo han adquirido vida propia, legitimada una y otra vez sin pruebas, lógica ni argumentos racionales.
Pensemos por ejemplo en la destrucción de Afganistán, por un lado, y, por otro, en los asesinatos 'selectivos' de casi cien palestinos (por no hablar de los miles de 'sospechosos' detenidos por soldados israelíes y todavía encarcelados): nadie pregunta si todos esos muertos eran de verdad terroristas o terroristas probados o -como era el caso de la mayoría- futuros terroristas. A todos se les considera peligrosos con meras afirmaciones no refutadas. Basta con uno o dos portavoces arrogantes, como el grosero Ranaan Gissin, Avi Pazner o Dore Gould, y con un continuo defensor de la ignorancia e incoherencia como Arei Fleischer en Washington, para que los objetivos en cuestión puedan considerarse muertos. Sin dudas, preguntas ni objeciones. Sin necesidad de pruebas ni otras delicadezas semejantes. El terrorismo y su obsesiva persecución se han convertido en un círculo autosuficiente de asesinato y muerte lenta de unos enemigos que no tienen voz ni voto.
Con la excepción de las informaciones de un puñado de periodistas y escritores intrépidos, como Amira Hass, Gideon Levy, Amos Elon, Tanya Leibowitz, Jeff Halper o Israel Shamir, el discurso público en los medios israelíes ha decaído enormemente en calidad
y honradez. El patriotismo y el apoyo ciego al Gobierno han sustituido a la reflexión escéptica y la seriedad moral. Pasó la época de Israel Shahak, Jakob Talmon y Yehoshua Leibowitch. Se me ocurren pocos profesores e intelectuales israelíes -hombres como Zeev Sternhell, Uri Avneri o Ilan Pappe- con el valor suficiente para distanciarse de ese estúpido debate sobre la 'seguridad' y el 'terrorismo', que parece haberse apoderado de los pacifistas israelíes y hasta de una oposición de izquierdas que mengua a toda velocidad. En nombre de Israel y el pueblo judío se cometen crímenes a diario, mientras los intelectuales charlan sobre la retirada estratégica, la oportunidad o no de incorporar los asentamientos o la de seguir construyendo el monstruoso muro (¿alguna vez se ha hecho realidad, en el mundo moderno, una idea tan absurda como la de colocar a varios millones de personas en una jaula y decir que no existen?), como si fueran generales o políticos y no intelectuales y artistas con opiniones independientes y cierto criterio moral. ¿Dónde están los equivalentes israelíes de Nadine Gordimer, André Brink, Athol Fugard, esos autores blancos que, inequívoca e implacablemente, criticaban la perversidad del apartheid suraficano? No en Israel, donde el discurso de los escritores e intelectuales se ha sumido en la confusión y repetición de la propaganda oficial, y donde la mayor parte de la literatura y el pensamiento de altura ha desaparecido hasta de las instituciones universitarias.
Pero, volviendo a las prácticas israelíes y la mentalidad que tan obstinadamente ha atenazado al país durante los últimos años, pensemos en el plan de Sharon. Implica nada menos que la aniquilación de todo un pueblo mediante métodos lentos y sistemáticos que consiguen asfixiar, asesinar y sofocar la vida cotidiana. Un elemento intrínseco es la implacable expropiación de la tierra palestina mediante los asentamientos, las zonas militares y la ocupación de pueblos y ciudades: de acuerdo con el proceso de Oslo, Israel cedió sólo el 18% de Cisjordania y el 60% de Gaza, dos zonas que ya ha vuelto a ocupar y separar muchas veces. Kafka tiene un notable relato, La colonia penal, sobre un funcionario enloquecido que muestra una máquina de tortura fantásticamente detallada cuyo objetivo es escribir sobre el cuerpo de la víctima unas letras diminutas con una compleja combinación de agujas que acaban provocando que el preso muera desangrado.
Eso es lo que Sharon y sus entusiastas brigadas de verdugos están haciendo con los palestinos, y sólo encuentran una oposición muy limitada y simbólica. Cada palestino se ha convertido en un preso. Gaza está rodeada por tres lados de una alambrada electrificada y sus habitantes, encerrados como animales, no pueden moverse, no pueden trabajar, no pueden vender sus frutas y verduras, no pueden ir a la escuela. Están expuestos a las incursiones aéreas de los aviones y helicópteros israelíes y, por tierra, a los tanques y ametralladoras, que les disparan como a conejos. Gaza, pobre y hambrienta, es una pesadilla humana, en la que miles de soldados participan en la humillación, el castigo y el debilitamiento intolerable de todo palestino, sin tener en cuenta su edad, sexo o salud. El material médico se retiene en la frontera. A las ambulancias se las dispara o detiene. Cientos de casas son demolidas, cientos de miles de árboles, talados, grandes parcelas de terreno agrícola, destruidas en sistemáticos actos de castigo colectivo contra unos civiles que, en su mayor parte, son refugiados de la destrucción de su sociedad por Israel en 1948. La esperanza ha desaparecido del vocabulario palestino, sólo queda el puro desafío. Y, aun así, Sharon y sus sádicos siervos siguen hablando de erradicar el terrorismo mediante una ocupación progresiva que dura ya 35 años. Que, como toda brutalidad colonial, esa campaña sea inútil y sólo consiga que que los palestinos sean más desafiantes, y no menos, es algo en lo que Sharon, con su cerrazón, no piensa.
Cisjordania está ocupada por mil carros de combate israelíes cuyo único objetivo es disparar y aterrorizar a civiles. Los toques de queda duran hasta dos semanas seguidas. Las escuelas y universidades están cerradas o son inaccesibles. No se puede viajar, no sólo entre las nueve ciudades principales, sino dentro de cada ciudad. Los pueblos son páramos de edificios destruidos, oficinas saqueadas, redes eléctricas y conducciones de agua deliberadamente dañadas. El comercio está acabado. La desnutrición afecta a la mitad de los niños. Dos tercios de la población viven por debajo del umbral de pobreza de dos dólares diarios. En Yenín (donde no se investigó la destrucción del campo de refugiados por los tanques israelíes, un grave crimen de guerra, porque los burócratas internacionales como Kofi Annan retroceden cobardes ante las amenazas israelíes), los tanques disparan y matan a los niños, pero ello no es más que una gota en una corriente interminable de muertes de civiles causadas por unos soldados que prestan leal servicio a la ilegal ocupación militar de Israel. Todos los palestinos son 'presuntos terroristas'.
El alma de esta ocupación es la plena libertad en que se deja a los jóvenes reclutas israelíes para que sometan a los palestinos a todas las formas conocidas de tortura y humillación en los controles. Esperas al sol durante horas; detención de los suministros médicos y los productos frescos hasta que se pudren; insultos y palizas a placer; jeeps que arrollan repentinamente a los miles de civiles que hacen cola en esos innumerables controles que han hecho de la vida palestina un infierno asfixiante; órdenes que obligan a docenas de jóvenes a permanecer de rodillas al sol durante horas, que fuerzan a los hombres a quitarse la ropa; insultos y humillación de los padres ante sus hijos; prohibición de que pasen los enfermos sin otro motivo que el puro capricho. Y el número de muertes palestinas (el cuádruple que las israelíes) aumenta a diario, aunque no se contabilicen. Más 'presuntos terroristas', junto a sus mujeres y sus hijos, pero, eso sí, 'nosotros' lamentamos muchísimo esas muertes. Gracias.
Se dice que Israel es una democracia. Si lo es, es una democracia sin conciencia, con el alma presa de la obsesión de castigar al débil, fiel reflejo de la mentalidad psicópata de su gobernante, el general Sharon, cuya única idea -si es que se puede llamar así- es matar, reducir, mutilar y expulsar a los palestinos hasta que 'se rindan'. Nunca ha mencionado otro objetivo más concreto para sus campañas, y, como el locuaz funcionario del relato de Kafka, se muestra orgulloso de su máquina de maltratar a los palestinos indefensos, mientras los filósofos y generales de su corte y el coro de fieles servidores estadounidenses le ofrecen, con sus grotescas mentiras, un mostruoso apoyo. Palestina no tiene un Ejército de ocupación, ni carros de combate, ni soldados, ni helicópteros ni artillería, ni un Gobierno propiamente dicho. Pero ahí están los 'terroristas' y la 'violencia', inventados por Israel para inscribir sus propias neurosis en los cuerpos de los palestinos, sin que la gran mayoría de los decepcionantes filósofos, intelectuales, artistas y pacifistas israelíes proteste. Hace meses que las escuelas, bibliotecas y universidades palestinas dejaron de funcionar, todavía estamos esperando a que los ruidosos defensores de la libertad de expresión y la libertad de cátedra de EE UU y Occidente alcen sus voces para protestar. Todavía no he visto una sola organización universitaria de Israel u Occidente que se haya pronunciado sobre esta terrible derogación del derecho de los palestinos a saber, aprender y asistir a la escuela.
En resumen, los palestinos tienen que sufrir una muerte lenta para que Israel pueda disponer de su seguridad, que está a la vuelta de la esquina, pero no puede hacerse realidad por la especial 'inseguridad' israelí. Todo el mundo tiene que entender esto mientras que los gritos de los palestinos, los huérfanos, las ancianas enfermas, las comunidades atormentadas y los presos torturados ni se oyen ni se tienen en cuenta. Es evidente, nos dirán, que el objetivo de tales horrores no es la mera crueldad sádica, y que 'ambos bandos' están envueltos en un 'ciclo de violencia' que es preciso detener en algún momento y en algún lugar. De vez en cuando deberíamos pararnos y declarar, indignados, que sólo existe un bando con un ejército y un país; que el otro es una población desposeída y sin Estado, sin derechos ni modo de garantizarlos por ahora. El lenguaje del sufrimiento de la vida cotidiana está secuestrado o se ha pervertido de tal forma que sólo sirve para emplearlo como pura ficción que oculta el propósito de que haya más muertes y torturas, de una forma lenta, minuciosa e inexorable. Ésa es la realidad del sufrimiento palestino. A pesar de todo, y en cualquier caso, la política israelí acabará por fracasar.
Edward W. Said es ensayista palestino, profesor en la Universidad de Columbia, Nueva York.
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