San Salvador, joya de Úbeda
Sita en una de las plazas más imponentes de España y rodeada de otros edificios soberbios, siempre me había llamado la atención, al recalar en Úbeda, la Sacra Capilla de San Salvador. No recordaba haber visto ninguna fachada renacentista parecida, ni en España ni fuera, y me desvivía por conocer el interior del templo. Pero hasta el otro día siempre me había encontrado con problemas para entrar.
Nunca es tarde si la dicha es buena, nos asegura el refrán. Me pregunto ahora, sin embargo, de vuelta a casa, cómo he podido ir por el mundo tanto tiempo sin conocer esta maravilla (que tampoco se encuentra a mil kilómetros de Granada). Y conocer tampoco es la palabra, ya que para penetrar en los arcanos de San Salvador harían falta muchísimas visitas, muchísimas horas de contemplación y de estudio. Pues este monumento, levantado por el riquísimo Francisco de los Cobos y Molina, secretario de Carlos V -entonces el dirigente más poderoso de la tierra-, es de una indudable complejidad, conjugando armoniosamente una extraordinaria belleza -la serena, sobria belleza del Renacimiento- y un profundo pensamiento humanístico. Es la época, claro, en que algunas de las mentes europeas más esclarecidas buscaban, afanosamente, reconciliar el cristianismo con el paganismo grecolatino.
Es sobre todo en la sacristía, ejecutada por Vandelvira siguiendo instrucciones del deán Fernando Ortega -sacerdote y humanista-, donde uno entra en más estrecha comunión con el espíritu de aquellas primeras décadas del siglo XVI, cuando la tolerancia religiosa todavía parecía recuperable, aunque difícilmente en España. Las sorpresas empiezan en la misma portada del recinto, en cuyo cuerpo superior acompañan a la Virgen y el Niño, en actitud orante, no sólo el emperador romano Octavio sino la sibila Cumana, nada menos. Pido exégetas, dijo Rubén. Joaquín Montes Bardo (La Sacra Capilla de El Salvador: arte, mentalidad y culto, Colección Aldaba, Úbeda, nueva edición este año) es el cicerone imprescindible. Compagina erudición y amenidad y explica lo explicable, sibilas incluidas (dentro hay otras), sin pretender que todos los enigmas se hayan aclarado aún.
Hay en la sacristía unas canéforas muy hermosas. Las tres que representan la civilización romana, la helénica y la sabiduría del Lejano Oriente recuerdan al Botticelli de La primavera o del Nacimiento de Venus. Podríamos estar en Florencia. Otra, que simboliza la civilización hebrea, tiene un ademán profundamente abatido. ¿Alusión, tal vez, a la no lejana tragedia de 1492? En uno de los medallones hay una personificación del Placer: el busto de una joven extática, se diría en pleno orgasmo, con los ojos entornados y desnudos los preciosos pechos. De verdad uno va de pasmo en pasmo.
La guía de Montes Bardo nos remite una y otra vez a los escritos de Erasmo. En San Salvador -otra sorpresa- se palpa la presencia de aquel gran humanista holandés que detestaba la violencia y la irracionalidad religiosa, y para quien el cristianismo no tenía por qué renegar de las excelencias de anteriores civilizaciones.
Qué joya de edificio. Qué buen libro. Y qué tardanza la mía en llegar.
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