La tierra, para el que la compre
Por primera vez desde la revolución bolchevique, el terreno agrícola en Rusia se podrá comprar, vender, regalar, canjear o hipotecar
El segundo intento de acabar con las secuelas del feudalismo está en marcha en Rusia. Tarde, mal y lleno de trampas para ingenuos, pero en marcha. El presidente Vladímir Putin lo avaló el 24 de julio, al firmar un documento que, por primera vez desde la revolución bolchevique de 1917, permitirá ejercer el derecho a vender, comprar, regalar, canjear o hipotecar la tierra agrícola que en época soviética era estatal y fue explotada por haciendas colectivas (koljoses y sovjoses).
La ley de comercio de las tierras agrícolas, que no permite comprar a los extranjeros, entrará en vigor seis meses después de la rúbrica presidencial y es parte importante de un proceso que comenzó al desintegrarse la URSS, hace más de 10 años. Su único precedente fue la fallida reforma agraria de Piotr Stolipin (1906-1911). El nacimiento de una clase de campesinos libres es hoy tanto o más difícil que entonces, porque el régimen de servidumbre sigue vivo en el campo ruso, aunque el zar Alejandro II lo aboliera oficialmente en 1861.
La servidumbre sigue vigente en el campo ruso, pese a su abolición oficial en 1861
Shulguiná es un pueblo de 2.000 habitantes de la región agrícola del Altái, al sur de Siberia. Sus principales empresas son una cantera (privatizada) y un sovjós transformado en sociedad limitada de accionistas y especializado en bayas medicinales. En la parca tienda de comestibles, varias mujeres compran pan a crédito. Las mujeres, trabajadoras y accionistas del ex sovjós, no tienen dinero ni para pagar los cinco rublos (0,15 euros) que cuesta la hogaza de 750 gramos. Sus sueldos son inferiores a 30 euros y los cobran con meses de retraso. Por decisión de la asamblea de ex sovjosianos-accionistas, la antigua granja colectiva ha dejado también de pagar dividendos. Las mujeres comentan con agresividad la reforma, aunque les permitirá reclamar su parte de la hacienda común para hacer con ella lo que les dé la gana. Asocian la privatización con la llegada de 'forasteros' malintencionados y con la transformación de prestaciones públicas en servicios privados inasequibles a sus bolsillos. 'No queremos que vengan a quitárnoslo todo, como ha ocurrido con la cantera', afirma una contable.
Las mujeres viven en la miseria, comen de sus huertos y practican el trueque. Para comprar un medicamento tienen que mendigar al presidente del sovjós, Serguéi Pipunírov. '¿Por qué no reclaman sus derechos?'. Se ríen sarcásticamente. 'Porque la situación podría ser peor, mucho peor que ahora', exclama la contable. Guiadas por la memoria histórica del campo ruso durante el pasado siglo, estas mujeres, que se niegan a dar sus nombres, expresan temores fundados.
La ley del comercio de la tierra agraria propicia un sistema de 'nacional-latifundismo', dice Andréi Lazarevski, un experto del grupo parlamentario Yábloko. 'La reforma para la mayoría que Borís Yeltsin inició en 1990-1991 se ha transformado en una reforma para la minoría', opina Lazarevski, según el cual la nueva ley refuerza a los presidentes de los koljoses y sovjoses soviéticos, y da enorme poder a las administraciones regionales.
La ley hizo grandes concesiones a los diputados comunistas, agrarios y centristas contrarios a la privatización de la tierra. Las administraciones locales han recibido grandes facultades, entre ellas la de decidir por sí mismas cuándo comenzar la privatización. En teoría, esto les permite retrasar indefinidamente la transferencia de los cuantiosos fondos agrícolas que ahora gestionan. Ideología al margen, las administraciones están descubriendo que pueden jugar un papel económico por sí mismas. Y algunas empiezan a pensar que alquilar la tierra es más rentable que venderla. Las tasas de arriendo de parcelas agrícolas, que eran simbólicas, han aumentado por doquier. Liubov Afanásieva, alcaldesa de Shulguiná, sigue el consejo recibido en Barnaúl, capital de Altái: 'Mejor alquilar que vender'. Por de pronto, en Shulguiná los precios del arriendo de la tierra se han doblado. A tenor de la nueva ley, los antiguos koljoses y sovjoses, sin un accionista dominante, podrán ampliar su patrimonio agrícola sin restricciones. Ahora bien, en el resto de los potenciales propietarios, las autoridades no podrán limitar la extensión de los patrimonios a menos del 10% del total de tierras agrícolas de su región. Además, las administraciones locales tienen derecho prioritario a comprar la tierra que le corresponde a un ex miembro de koljós o sovjós. La administración puede interferir en la compraventa entre particulares y ejercer su derecho preferencial de compra al mismo precio.
Los campesinos, con derecho por ley a su parte individual de la hacienda común, tienen enormes dificultades para obligar a los antiguos koljoses y sovjoses a transformar en parcela concreta el certificado de propiedad teórico, obtenido a principios de los noventa.
'¿Qué te parece una parcela de dos metros de ancho por dos metros de largo, ahí detrás de la tapia?'. Alexandr Fritz, el presidente del antiguo sovjós Sovietski del pueblo de Kontóshino, señaló hacia el cementerio y respondió así a Sasha, miembro del sovjós, cuando éste le pidió su parte de la hacienda colectiva. Sasha, hoy jubilado, sigue sin poseer físicamente las 12 hectáreas que le corresponden. El sovjós, de 5.000 hectáreas, le compensa por explotar su terreno con un saco de harina, dos kilos de azúcar, forrajes y un litro de aceite de girasol al año. Fritz sólo da dinero a su gente en caso extremo. '¿Qué más les da recibir comestibles o rublos?', comenta, sentado bajo una imagen de Lenin. En la antesala, una pastora con su hija enferma en brazos reclama 'un adelanto a cuenta de sus atrasos' para llevarla a la clínica de la capital.
En Kontóshino, a diferencia de Shulguiná, se ha creado una bipolaridad económica. Por un lado está la hacienda de Fritz, cargada de deudas. Por otro, las nuevas haciendas de los especialistas que han ido abandonando el sovjós Sovietski. Vladímir Ustínov, el antiguo ingeniero jefe del sovjós, es uno de aquellos entusiastas que, a principios de los noventa, fundaron sus propias haciendas sin créditos y sin maquinaria. En torno a gente como él se reagrupan hoy, como asalariados, los mejores trabajadores del sovjós. Con Ustínov, un especialista puede llegar a cobrar cerca de 100 euros al mes en verano. No es mucho, pero es real.
A diferencia de otros pueblos, Kontóshino atrae emigrantes, para trabajar con los granjeros. Ustínov cultiva una superficie de casi 1.500 hectáreas, pero sólo es propietario de 24, es decir, de la parte de su familia que consiguió arrancar al sovjós. Otras dos parcelas pertenecen a dos jubilados que se las arreglaron para sacar sus tierras del sovjós. El grueso de su territorio se lo alquila la administración del distrito.
Ustínov está dispuesto a comprar más tierra a los ex sovjosianos cuando entre en vigor la ley. Ahora hay situaciones surrealistas, como las de Vladímir Fogel y Serguéi Katinas, empleados de Ustínov y miembros del antiguo sovjós simultáneamente. De buena gana, ambos alquilarían o venderían su parte al granjero. Para impedirlo, Fritz ha adjudicado en propiedad a Fogel y Katinas los terrenos más alejados de la hacienda de Ustínov. Decenas de campesinos en situaciones similares luchan por sus derechos en los tribunales.
Las nuevas perspectivas propician cambios de mentalidad. Serguéi Oranski, técnico del servicio federal del catastro en Barnaúl, distingue dos categorías entre los funcionarios que organizan la reforma agraria a escala local: los chapados a la antigua, que todavía ven al ciudadano como un pedigüeño, y los más modernos, que lo ven como un 'cliente y una fuente de ingresos'.
Macarrones 'made in Rusia'
'Rusia volverá a ser una potencia agraria'. El empresario siberiano Valeri Pokorniak, de 40 años, recuerda que su bisabuelo exportaba trigo a Europa y expresa su fe en que la agricultura de su país superará las barreras proteccionistas que la UE ha comenzado a erigir tras el auge que las cosechas de cereales experimentaron el año pasado. Pokorniak, que dirige la Asociación Siberiana de Empresas de Macarrones, es el presidente de Altán, grupo empresarial especializado en la producción de pastas de grano duro. Sus primeras incursiones en la agricultura las hizo a principios de los noventa, cuando invirtió en cereales el dinero que había ganado como propietario de una cooperativa de programas informáticos. A mediados de la década, privatizó un molino en el pueblo de Pospélija. Con ayuda de una línea de producción italiana, comenzó a producir espaguetis y pastas diferentes a los harinosos fideos rusos. Altán sobrevivió a la crisis económica de 1998 y el hundimiento del rublo. Hoy es uno de los mayores productores de pasta italiana de Rusia y emplea a varios centenares de personas. Bajo sus auspicios, ha surgido la primera asociación de productores de trigo de grano duro de Siberia. Mediante una política destinada a crear relaciones estables, Altán cultiva la fidelidad de los productores de cereales, que son tanto antiguos koljoses y sovjoses como nuevos hacendados, con terrenos de 5.000 hectáreas y más, cada uno. Pokorniak necesita comprar entre 40.000 y 45.000 toneladas de trigo para asegurar su expansión. Los macarrones de trigo siberiano se disponen a competir con las sofisticadas pastas italianas en los grandes supermercados de Moscú. El empresario va a subir los precios para potenciar su imagen de calidad. En su opinión, los moscovitas no pueden entender por qué una pasta con nombre italiano, como la que él produce, cuesta tres veces menos que otra importada.
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