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Crónica:VIAJERO EN ANTIPATILANDIA (1) | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los bigotes de Dalí

Qué fue lo que nos cambió el carácter? Por fin ya éramos antipáticos y desconfiados de verdad. Teníamos reacciones imprevisibles. Estábamos dispuestos a saltar a la menor provocación, o incluso sin provocación. Nadie sonreía. Ni daba las gracias. Protestábamos de todo a todas horas. Nos pasábamos la vida de bronca en bronca. Éramos el primer parque temático de Europa dedicado a la trifulca y al malhumor. También éramos la reserva occidental del vinagre y de la mala leche. En Antipatilandia nos unía lo mismo que nos separaba: el cabreo general. Ésta era la identidad de los habitantes.

Pese a todo, yo amaba a mi país. Quería viajar por él a fin de comprobar que quizá estaba equivocado. Quería descubrir gente simpática que, tal vez por temor, permanecía oculta.

Me miraba con sus ojos fuera de las órbitas, sin duda decidido a incrustarme el móvil donde pudiera. Y no me gustó. Nadie intervino. Y el tipo se creció
En la playa quisieron venderme patatas fritas a cuatro euros. Y alquilarme una vela de surf a 15 la hora, aunque el mercader escondió un cartel que ponía 10
El museo era una experiencia lúdica entre caracoles subiendo al cielo, relojes blandos y semiblandos, y camas de matrimonio con patas de cocodrilo

Ahora, precisamente, yo acababa de tener una trifulca. Total por nada. Viajaba en el Euromed, que iba de bote en bote. Mi vecino de asiento, un tipo de unos treinta y pocos años, sacó su móvil. Esto lo hacemos todos. Pero él lo miró como si se tratara de un arma que apretó en su mano como un puño americano. Ese gesto presagiaba la paliza telefónica que nos iba a dar. Durante más de dos horas bramaba, gritaba, vociferaba, se carcajeaba, recuperaba llamadas, perdía la cobertura y no dejaba de soltar majaderías. Era un flagelo público, pero el público tragaba. Hasta que no pude más y amablemente le pedí que al menos bajara un poco la voz.

-¿Qué has dicho? ¿Bajar la voz?

-A ti sí que te voy yo a bajar la voz -dijo amenazante-. ¿Quieres ver cómo te tragas mi móvil con el buzón, la agenda y todas las llamadas perdidas?

Fuera de sus casillas

Me miraba con sus ojos fuera de las órbitas, sin duda decidido a incrustarme el chisme por donde pudiera. Y no me gustó. Nadie intervino. Y el tipo se creció. Durante el resto del viaje gruñía y refunfuñaba sin dejar de berrear al teléfono.

Por mi parte, entorné los ojos para fantasear mejor y acaricié la idea de un mortífero descarrilamiento.

Ya en la estación de Sants alquilé un coche para ir a Figueres, cuna de Dalí, el precursor de las más patrióticas antipatías vanguardistas. Cuando se le cruzaban los bigotes a Dalí, su bastón asestaba golpes certeros. Una vez rompió la luna de un escaparate en Nueva York. Era un genio de la bronca y un maestro de la provocación. Su obra podría inspirarme.

Pero antes tenía que atravesar la Ciudad Condal en plena erupción de tráfico. Los peatones cruzaban los pasos de cebra con miradas asesinas. Los conductores devolvían esas miradas con otras aún más sanguinarias. Yo, al margen del tiroteo, obsequiaba sonrisas a unos y a otros.

Fue un error. Mis sonrisas las tomaron a mal. Un peatón me plantó cara. Se agarró a la manilla de la portezuela para sacarme del coche. '¿Qué, de cachondeo? ¡Pues te vas a reír de tu puta madre!'. Le temblaban las mandíbulas. Y me puso tan nervioso que sólo se me ocurrió desearle una bona tarda. Si no llega a cambiar el semáforo, se me come vivo.

Tráfico frenético

En la autopista, el tráfico era frenético. Te adelantaban a más de 160 por hora. Así, una hora tras otra. Los veía por el retrovisor haciendo destellos. Si no me apartaba en el acto, se me pegaban al coche, casi me tocaban y hacían cortes de mangas, cuernos y hasta el dedito, antes de pegar el volantazo.

Pese a todo, yo me mantenía juicioso. Me había propuesto no ser ejecutado sumariamente en ninguna cuneta. No podía olvidar que todos los puentes y muchos fines de semana caía medio centenar de víctimas mortales a lo largo y ancho de Antipatilandia. Pero la masacre se aceptaba como un mal menor e inevitable: correr y hacer animaladas valía más que esas vidas.

En una elegante gasolinera del Ampurdán me mandaron a tomar fresco por pedir un cubo de agua y un cepillo con el que limpiar el parabrisas. '¿Cubo? Te vas a la ferretería y compras lo que más te guste. Aquí ya no tenemos cubos. El mismo día que lo pones desaparece'.

La cola del Museo Dalí daba la vuelta a la manzana. Son 850.000 visitantes al año. Después de El Prado y del Reina Sofía, era el más visitado. Y Figueres recordaba a Lourdes. Vendían todo tipo de reliquias de Dalí en las calles céntricas. Un café se llamaba Dalicatessen. Se respiraba una atmósfera de peregrinación a la gruta milagrosa donde Gala se había aparecido a los pastorcitos del lugar para revelar que incluso Rusia se convertiría al surrealismo. Sin embargo, las profecías no hacían referencia alguna al carácter del pueblo y su posible curación. Con obras en la Rambla, los guardias y los vecinos te trataban peor que a una hormigonera.

El museo era una experiencia lúdica entre caracoles subiendo al cielo, relojes blandos y semiblandos, camas de matrimonio con patas de cocodrilo y abundancia de pisotones del público que, fiel al mensaje de la última adquisición, titulada El sentimiento de velocidad, emprendía carreras desbocadas por los pasillos saturados de bric-a-brac daliniano.

La bahía de Roses me apaciguó. Aunque los guardias municipales te perseguían con el talonario de multas como rumanas con La Farola, la playa era magnífica. El único problema radicaba en dónde aparcar el vehículo. No había forma. Lo abandoné diez minutos para buscar orientación en Info Tourist. Pero mientras me daban un plano y una lista de chiringuitos donde comer el típico suquet, no sólo fui multado, sino también embestido por una furgoneta que al parecer se dio a la fuga.

Ahora, arrastrando el paragolpes, llegué a Cadaqués muerto de hambre y me metí a comer en La Galiota, donde me esperaban Dalí y Man Ray, y también doña Pepita, la dueña. 'Me robaron un dalí firmado', dijo resignada. Y mientras me comía un pescado al vapor, doña Pepita relató primero la historia de la enfermedad y muerte de Dalí (por un disgusto, dijo, propinado por Sabaté), y a continuación la historia del naufragio de su padre, quien, con otros 12 hombres, perdió la vida entre Palma y Cadaqués. El barco se llamaba La Galiota.

El pescado me sentó mal. Lo notaba coleando en mi estómago. Imaginaba que era descendiente directo de algún pez que se habría comido al padre de doña Pepita. Pagué a toda prisa y me fui a comprarme unas alpargatas Dalí, de esas que tienen cintas negras anchas y largas y la suela de esparto.

Precios distintos

Las vendían en muchos sitios, pero en cada tienda la misma alpargata tenía un precio distinto, según el ojo que te pusiera encima el propietario. Se lo dije a uno: 'No se moleste usted, pero al lado las venden tres euros más baratas'. Me miró, abrió la puerta para que me largara enseguida y en un catalán económico dijo que en cinco minutos acudiría en persona a ese sitio para hacer provisiones.

Luego pensé que había actuado con temeridad. Podía haberlo cabreado, en cuyo caso, y tal como va este año el turismo, el tipo me habría corrido a alpargatazos.

En la playa quisieron venderme patatas fritas a cuatro euros. Y alquilarme una vela de surf a 15 euros la hora, aunque en un cartel que escondió el mercader del viento ponía 10 euros. Un plato de bacalao con ajos en una taberna infecta costaba 43 euros.

Port Lligat conservaba en perfecto estado la casa que ocuparon Gala y Dalí durante medio siglo. La visita era de media hora en grupos de ocho personas, con guía políglota al frente.

Ahora yo arrastraba las alpargatas nuevas de Dalí por las habitaciones y el estudio de Dalí, y sentía una especie de levitación aun cuando una turista noruega, cocida en licores, insistía en que le enseñaran la cuna de los niños de Dalí. No sirvió de gran cosa que el guía repitiera que Dalí no tuvo hijos. Que no había cunita. Que se conformara la noruega con el bidé de Gala. Ella quería la cuna.

Cuando regresé al coche ya al crepúsculo, advertí que la cerradura había sido forzada y mis náuticas habían volado. Instintivamente miré al cielo. Nada. Y a la tierra. Tampoco. Me dije, quien las lleve puestas, que las disfrute. No es grave.

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