Statu quo (I)
-¿Cómo está usted, doctor Peiro?
-¡Magníficamente mal, joven!
Antes de tomar asiento en el café de la tertulia, el doctor Peiro se frotaba las manos como un Mefistófeles. Parecía que cada vez nos iba a regalar con el chorro de su elocuencia, pero casi siempre permanecía callado como uno de esos bárbaros que, al decir de Kavafis, odiaban la retórica y los largos discursos, y con la mirada perdida en un exilio de vivas tinturas mejicanas, donde era cariñosamente conocido como El Enojón. En silencio, parecía lo que era: un ser bondadoso y despistado, de esos que duermen plácidamente cuando se olvidan de tomar las pastillas para dormir. No obstante, el doctor Peiro tenía un punto. El típico mal genio de una mente científica, especialista en medicina legal, por más señas, que ama la poesía. Es decir, le excitaba el roce erótico del pájaro negro de la verdad, pero no se sabía con exactitud a qué altura del corazón tenía el disparadero.
Aquel día algo ocurrió, quizá la realidad precipitándose en forma de cubo de hielo, que el doctor Peiro estalló como un geiser. Lanzó una tremenda diatriba contra los vasos de tubo, muy aplaudida por la concurrencia, y arremetió a la vez contra la estética de las figuritas Lladró y el vacío minimalista. Pero era sólo el comienzo de su descripción crítica de la geografía económica del mundo.
Eso que llamamos sistema, explicó el doctor Peiro, ahora con sobriedad forense, consta de tres círculos. Y procedió a trazarlos en el aire: El capitalismo decente, el capitalismo gris y el propiamente gangsteril. El círculo más amplio, dominante, debe ser el primero. Es lo que mantiene la confianza básica. La ortodoxia admite que el dinero ilícito, sucio o incluso teñido en sangre, busque la luz, o el paraíso, y aflore en el círculo sano. Pero, ¿qué ocurriría, señores, si todo esto fuese una ilusión? ¿Qué ocurriría si tuviésemos que admitir que el círculo del capitalismo decente se va encogiendo, mientras el irresponsable y el criminal se ensanchan?
-¿Qué entiende usted por capitalismo decente? -preguntó un tipo airado.
-¡El del ratoncito Pérez, joven!
Y en su boca sonrió un diente de oro como una condecoración de la Legión de Honor.
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