Vacaciones de maestro
Este es un país donde, durante muchos años, lo que se deseaba era tener salario de médico, consideración social de abogado y vacaciones de maestro. Desde hace ya tiempo, sin embargo, los largos veranos en que docentes y discentes se recuperaban unos de otros se han convertido en un lapso muy breve, demasiado exiguo para resarcirse de la longitud dramática del curso académico.
En algún momento que todo profesor tiene ya grabado en una sinapsis irreversible ciertos genios de la teoría parieron la llamada LOGSE. No tengo el gusto de conocerlos, pero seguro que son de esos que no se conforman con ser de letras, sino que aspiran a palangrear en las ciencias humanas y, por supuesto, no han puesto nunca los pies en un aula de secundaria. Esas grandísimas personas hicieron su trabajo, que debió ser muy aplaudido en su círculo y ante su espejo, y, por una extraña tectónica, a partir de entonces en los institutos los profesores dejaron de poder llevar a cabo el suyo. Ahora en las aulas el tiempo se ha convertido en relativo, en un complejo homenaje a Einstein, que también era un teórico pero sabía sacar la lengua. La enseñanza pública que tenemos, en el mejor de los casos, es una extraña mutación entre el circo y un film de James Clavell, un lugar donde cualquier cosa es posible, incluso enseñar.
En este contexto, las antiguas vacaciones de maestro -la dulce Navidad, la Pascua prometedora, el largo y cálido verano- se han encogido súbitamente al mismo ritmo que la autoestima de muchos enseñantes, condenados a sobrevivir, en el peor de los casos, a un brutal, minucioso y demoledor proceso de zapa y, en el mejor, a un puro y simple ninguneo.
El antiguo profesor de instituto, como el maestro de escuela y naturalmente también el profesor de universidad, era un elemento capaz de dejar huellas visibles en los alumnos más conspicuos de diversas generaciones. En ocasiones esos alumnos ascendían un escalón y adquirían la consideración de discípulos. Todo esto, al parecer, era fruto de un elitismo perverso, como si no supiéramos que la extensión de la enseñanza obligatoria a los 16 años obedece a consideraciones macroeconómicas y no educativas.
Cautivo y desarmado el antiguo bachillerato, al gobierno actual le va a resultar muy fácil aplicar una nueva reforma de carácter cosmético, con la boca llena de calidad y las manos tontas de tanto favorecer al sistema privado. Como sabe todo miembro de esta profesión, cada reforma es irreparable, y supone un paso más hacia la peor pesadilla del sistema norteamericano, donde los detectores de metales de Harlem coexisten con la universidad de Yale en un mismo mercado y en la misma novela de Tom Wolfe.
Con este panorama, en la profesión ha empezado a asentarse un extenso abanico de reacciones y anticuerpos, que van del cinismo del 'con su pan se lo coman' al voluntarismo beirutí de hacer como si aquí no pasara nada. Por todo esto la sociedad va a pagar un alto precio, pero los ciudadanos sólo parecen acordarse de que el enseñante existe cuando lo ven en julio huyendo a una isla remota donde no aparezca por televisión la chaquetilla de Pilar del Castillo debajo de su sonrisa.
Enseñar, en este país, se ha vuelto una profesión tan arriesgada como pilotar aviones. En justa correspondencia -y por la parte que me toca- creo que se deberían implantar los seis meses de vacaciones en el sector, como en las líneas aéreas. Al fin y al cabo, el avión está a punto para el colapso. Entonces sobrarán médicos y abogados.
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