Playa domesticada
Llegué a Altea hace 17 años. El Cap Negret era entonces un lugar salvaje bordeado de cañas y huerta. Bernia se levantaba orgullosa e indómita, las sombras oscuras de los pinos se apretaban en sus laderas.
La playa de la Olla se extendía virgen hasta Villa Gadea, una casa hermosísima de estilo neogótico pintada de rosa, en sus decadentes y abandonados jardines los niños alteanos hacían volar sus cometas los días de Pascua. Los campos de naranjos llegaban hasta las primeras casas del pueblo embriagando de azahar las noches únicas de mayo. Desde las ventanas de mi escuela veía los bancales llenos de almendros que, escalonados, llegaban hasta el azul del mar, me abstraía a veces en el perfil dormido de la sierra. Cipreses centenarios jalonaban el camino del colegio. El río Algar corría alegre hasta su desembocadura. En otoño sus aguas crecían hasta el punto de albergar divertidos e improvisados piragüistas. Las garcetas comunes, las garzas reales, las fochas, las gallinetas, las lavanderas, las culebras de agua, los escarabajos, los saltamontes, eran sus más asiduos visitantes.
Hoy el Cap Negret es una playa domesticada en cuya orilla se alzan apartamentos de precios desorbitados y piscinas bordeadas de césped privado. Villa Gadea, pomposa sede de la Unesco, ha privatizado sus jardines, sembrándolos de vociferantes grúas. Bernia tras los repetidos y premeditados incendios de los últimos veranos muestra sus heridas incurables de hormigón y por las noches su negra faz se ve cubierta por mil puntos luminosos que llegan hasta su sobresaltada e impotente crestería.
La huerta ha desaparecido, en su lugar, bloques de cemento de más de cinco pisos de altura distorsionan el paisaje. Alrededor de mi escuela ya no hay almendros ni cipreses, ya no se ve el mar, tampoco la sierra. El río Algar agoniza después de milenios, un sinfín de objetos inservibles puebla sus desmadejadas orillas. Cuando muera las máquinas arrastrarán de un barrido miles de años de historia. Huirán las garzas y las fochas, desaparecerán los cañaverales y en su lugar brotarán centros comerciales, chalets, carreteras, rotondas, campos de golf... A lo largo de estos 17 años he visto cómo uno de los lugares más hermosos del Mediterráneo se iba degradando en aras de la desmedida ambición de unos cuantos y bajo la mirada impasible de muchos. Hoy me voy de Altea, me llevo conmigo un puñado de instantáneas que amarillearán en mi memoria como preciosos vestigios de un mundo definitivamente perdido.
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