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Tribuna
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El gran reto de los palestinos

Sami Naïr

La voluntad de Ísrael de aplicar la ley de la 'responsabilidad colectiva' con la intención de expulsar a los parientes de los supuestos 'terroristas', el bombardeo de Gaza del 23 de julio, están en la tradición de esa estrategia de castigo colectivo propia de los imperialismos y colonialismos más salvajes de la Historia. Los palestinos, pueblo mártir, se ven así empujados a reaccíonar violenta y sangrientamente. En esto estriban la tragedia y la trampa de este conflicto hoy podrido.

Desde la creación del Estado de Israel en 1948, denominado el año de la 'Catástrofe' por los palestinos, éstos emprendieron un largo camino que les ha llevado, a costa de infinitos sufrimientos, a alejar el peligro de erradicación que les amenazaba, a emanciparse de la tutela manipuladora de los países árabes y a obtener finalmente el estatuto de pueblo cuya vocación estatal y nacional ya es mundialmente reconocida. Pero, ¿han dejado atrás la Catástrofe'? Hoy sería aventurado responder de modo afirmativo. Y no únicamente por la agresión continuada de que son víctimas, sino tal vez, lo que es más grave, por un defecto que les es consustancial y que, en pocas palabras, reside en ellos mismos.

Sabemos que el conflicto israelo-palestino ha evolucionado con el tiempo para volver a su diseño inicial, aquél que enfrenta dos derechos y dos nacionalismos forjados a través del contacto mutuo. Entre la época de la guerra árabe-israelí y la lucha nacional del pueblo palestino contra la ocupación israelí en Cisjordania y Gaza hay una evolución gigantesca que lleva a establecer las premisas de un acuerdo histórico entre ambos pueblos mediante una futura coexistencia entre Estados, pacífica y mutuamente provechosa. Resulta especialmente atrevido escribir estas palabras ahora, en medio de tanta sangre y odio, pero ésa es, sin embargo, la tendencia histórica. Este resultado -que nunca hay que olvidar para comprender en su conjunto la complejidad del proceso- es el producto, tanto de las victorias sucesivas de Israel sobre sus vecinos árabes como de la manifestación, por parte de la comunidad internacional, del reconocimiento de los legítimos derechos nacionales palestinos. En el fondo, traduce un cambio decisivo en la región: por un lado, una transformación absoluta del mesianismo sionista centrado en la idea del Gran Israel, que le obliga a mantenerse en los límites de las fronteras de 1967 y, por otro lado, la aceptación realista por los palestinos a replegarse en Cisjordania y Gaza en vez de la reconquista misionera de la Palestina histórica. En definitiva, el final del mito del Gran Israel a cambio del final del mito de la Palestina ideal: éste es el contenido de lo que responde a una verdadera secularización cultural en esta tierra tan propicia a los delirios místicos.

Resulta difícil juzgar la solidez de este resultado. El juicio de intenciones, la desconfianza, la pasión, la paranoia, el odio, la ceguera y la irracionalidad, en ocasiones salvaje, de la lucha entre partidarios y adversarios de ambos bandos hacen que cualquier discurso, cualquier toma de posición, conduzca a alimentar estas taras en vez de a calmarlas. Se puede ver claramente por qué esta cerrazón mental es inevitable: todo juicio a favor de uno que no entre en la verdad de las razones del otro está condenado a reproducir mecánicamente la violencia del conflicto. No es fácil pensar -y, sin embargo, ésa es la tarea del pensamiento- que los dos bandos tienen, si no la razón absoluta, sí razones para hacer valer su Razón en este terrible conflicto.

Se puede discutir eternamente sobre la responsabilidad de los unos y de los otros. Al principio, Israel heredero del sufrimiento milenario del pueblo judío, estigmatizado, perseguido y finalmente condenado al exterminio masivo, contó con un aura especial, por parte de un Occidente que, sin embargo, había trata de aniquilarle. La indulgencia occidental también se explicaba, claro está, por el estado incoativo en el que se encontraban los palestinos en esa época y, más aún, por la animosidad que provocaba en Europa el ascenso del nacionalismo antiimperialista árabe.

Hoy, ese aura ha desaparecido. Israel es un Estado igual que los demás. Pero, como señala el gran intelectual judío aleman, Max Horkheimer, si durante milenios los judíos sin Estado formaron 'un pueblo y lo contrario a un pueblo, reproche viviente para todos los pueblos' que contaban con un Estado, si 'ya existe un Estado (Israel) que dice hablar en nombre del judaísmo y ser por sí solo el judaísmo', y si dicho Estado debe someterse a la (mala) ley del mundo, pues bien, concluye magníficamente Horkheimer, 'que quien esté libre de culpa tire la primera piedra' (Notes critiques, p. 211, Ed. Payot). La culpa no es de la creación del Estado de Israel, sino del hecho de que, para no desaparecer, el pueblo judío debe asumir someterse a la ley del orden del mundo, que es lo que significa su constitución como Estado-nación. Lo mismo ocurrirá con los palestinos. La culpa es del orden del mundo en el que vivimos.

Pero este destino no está grabado en la conciencia cotidiana del israelí o del palestino. Al primero, se lo impide el relato imaginario autoconstitutivo de la nación israelí, que hunde sus raíces en una lectura sabiamente mítica de un pasado recreado de manera teológica y que va de los primeros profetas hasta el Estado contemporáneo. Un relato al que de forma brutal llama al orden la propia existencia del pueblo palestino, el cual, a su vez, sostiene ahora la misma reivindicación extendiendo, de un modo igual de mitológico, sus raíces hasta los lejanos filisteos y 2.000 años de una historia muy viva. Al final, queda por saber si, con el reconocimiento mutuo, el peso de la realidad histórica ha vencido a estas representaciones mitológicas. Lo que es seguro es que los israelíes saben que deberán vivir con un vecino palestino que tendrá, a fin de cuentas, su propio Estado y que los palestinos saben que sólo existirán como pueblo-nación al lado y no en lugar de Israel.

Sin embargo, la guerra continúa. Se han intentado todas las soluciones. Ninguna ha logrado resistir al fanatismo de los más fanáticos de ambos bandos. Porque el verdadero problema es ése y no la viabilidad de una solución negociada. Ésta existe. Se sabe que es posible. Ningún problema pendiente lo impide

especialmente. Ni la cuestión de Jerusalén, ni la de los refugiados, ni la de los asentamientos: para todo puede encontrarse una solución, siempre que se desee alcanzarla. Y ésa es la clave. Ni los dirigentes israelíes -salvo el gran Isaac Rabin, que lo pagó con su vida- ni los jefes palestinos reconocidos -Arafat está lejos de estar a la altura de los desafíos, lo que no le resta ninguna legitimidad- han sabido imponer esta solución.

Israel es el Estado más poderoso de la región; cuenta con el apoyo incondicional de la superpotencia estadounidense. Por lo tanto, es él quien debe dar el mayor paso, no sólo porque puede permitírselo desde el punto de vista de la seguridad, sino también porque ha contraído una deuda histórica con el pueblo palestino expoliado. Éste es, en el fondo, el argumento moral fundamental de los nuevos historiadores israelíes, que han comprendido que la paz con los palestinos implica necesariamente una revisión objetiva de la descripción genealógica israelí. Pero algunos de los actuales dirigentes israelíes viven en otro planeta. Embriagados por su poder y por la impunidad interesada concedida por sus tutores estadounidenses, conducen, lenta pero inexorablemente, al pueblo israelí a 100 años de odio y de inseguridad.

Entre los palestinos, la situación no es más halagüeña: no han sido capaces de lograr la paz entre sí mismos ni dentro de sí mismos. Entre sí mismos hubiera significado que la OLP, con toda su democracia, habría estado en condiciones de imponer a todas las fuerzas palestinas en lucha unas reglas y un código a respetar. Pero todo viene a demostrar lo contrario. La OLP se ha mostrado incapaz de atajar y controlar la ascensión del integrismo, ya estuviera instrumentado por las intervenciones de otras potencias musulmanas, como todo dejaba prever, o manipulado indirectamente por el poder israelí. Peor aún, la OLP no se ha estructurado como Estado, sino como aparato de dominación sobre los territorios autónomos y, de hecho, ha sustituido el poder administrativo democrático, que tanto desean los palestinos, por la acumulación de los recursos entre las manos de unos pocos. ¿Tienen razón los que afirman que, lejos del lirismo épico de la nación constituida, están apareciendo los atributos corruptores de una república bananera?

Por último, la paz dentro de sí mismos. Sea cual sea la forma en que contemplemos el problema, siempre llegamos a la misma conclusión: ninguna solución pasa por la violencia. Ésta es la gran lección de este conflicto: no puede ganarse por la fuerza, no puede resolverse de forma unilateral mediante la victoria de los unos sobre los otros, como tampoco puede desembocar en concesiones por temor a derramamientos de sangre. ¿Por qué la respuesta a los bombardeos sobre las ciudades palestinas, a las destrucciones de casas, a las deportaciones, a los asesinatos de mujeres y niños que realiza la soldadesca israelí, significa que haya que atacar los autobuses, los restaurantes, los lugares de ocio frecuentados por los civiles israelíes? ¿Cuál es esta lógica arcaica de la venganza, del ojo por ojo y diente por diente?

En este juego, los palestinos siempre tendrán las de perder: ¿han comprendido este hecho fundamental? Israel no es ni Argelia ni Vietnam. No están a un lado los colonos y al otro los colonizados. Nunca se repetirá suficiente: hay dos naciones la una al lado de la otra. Para los palestinos, la verdadera catástrofe, la tentación mortal, no sólo reside en estos horribles e indignos atentados suicidas contra civiles, sino también en el hecho de que, obrando de este modo, dan la razón al discurso israelí que cuestiona su aceptación de la existencia misma de Israel. El carácter excepcional de este conflicto es que para los palestinos implica realizar un trabajo sobre sí mismos considerable. Cualquier autoridad legítima palestina que no combata estos crímenes arruina las condiciones de su propia legitimidad.

¿Es posible salir de este infierno? Para aquel que no renuncia a la esperanza de la paz, por tanto, de la vida frente a esa muerte que ronda a diario, la respuesta parece de una evidencia indiscutible: ambos pueblos saldrán adelante juntos o perecerán juntos. Salir adelante juntos es, para los palestinos, comprender que el arma más poderosa que tienen entre las manos no es el terrorismo o negarse a reconocer el derecho del pueblo israelí a tener un Estado seguro, sino la convergencia política con ese mismo pueblo. Esto implica una estrategia que debe, más allá de los organismos oficiales, tratar de construir el diálogo con el movimiento democrático israelí para afrontar el futuro. Lo que desean los integrismos y los militarismos de ambos bandos es cortar los puentes entre los pueblos, erigir muros, fabricar unos universos propios de campos de concentración que avivarán la paranoia ambiente y reforzarán el poder de los maestros del odio. Para los palestinos, la única alternativa estratégica e histórica es, paradójicamente, obtener el apoyo de gran parte del pueblo israelí para su independencia.

Que la izquierda israelí haya capitulado ante el extremismo militarista es un desastre tan grande como el que amenaza a los palestinos, pronto bajo el control único de los integristas. Es cierto que la exigencia de paz en Israel se ve ahogada por los ríos de sangre y por la loca demagogia del poder actual, pero existe. El pueblo israelí está recorrido por corrientes profundas que no se resumen en el bipartidismo entre el Likud y los laboristas. Basta con abrir la caja de la esperanza para que surja una sorprendente variedad de proyectos. Los palestinos no tienen más que este recurso. Deben apostar por una solidaridad probable con el pueblo israelí. Acabar con el terrorismo y los atentados suicidas significa también dotarse de los medios políticos para crear en el propio Israel un amplio movimiento de solidaridad a favor del derecho del pueblo palestino a la independencia nacional. El final de la 'Catástrofe' es el reconocimiento mutuo de la solidaridad condicionada. Los palestinos deben hacer política para dos: para ellos mismos y para los israelíes, que terminarán por acercarse a ellos. Éste será realmente el sentido de una nueva alianza, secular a la vez que arraigada en el ideal profundo de los dos pueblos.

Sami Nair es eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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