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Un difícil reencuentro

Antonio Elorza

Por un momento, la resolución de la crisis del islote Layla o Perejil pareció inclinarse del lado de España. La incruenta acción militar del 17 de julio permitió en apariencia la ocupación temporal del peñasco, dejando en manos de nuestro Gobierno la clave para que de acuerdo con sus condiciones tuviera lugar el regreso al statu quo. La ventaja de la posición española residía en no pretender anexión alguna. En su mayoría, los partidos políticos y la opinión pública española saludaron con aprobación, y algunos incluso con entusiasmo, las imágenes que evocaban la famosa gesta norteamericana de Iwo Jima, olvidando que la historia sólo se repite como caricatura. Muchos pensaban para su fuero interno, y algunos lo escribían, que por fin se había dado al moro su merecido. En un diario madrileño de gran circulación llegó a calificarse de 'capón' al monarca alauí, en medio de celebraciones que sugerían la inexistencia de otra vía para la relación con Marruecos que la demostración de una superioridad militar.

El despertar del sueño fue rápido, con una reacción internacional desfavorable en la prensa y sobre todo con la salida a la luz de algo que ya se conocía. A pesar de su pertenencia a la UE y a la OTAN, la posición de España en caso de conflicto con Marruecos se encuentra desequilibrada en contra suya por ser los Estados Unidos y Francia aliados preferentes y protectores del reino alauí. La propia forma en que se resolvió la crisis, con un horario que permitió al Gobierno marroquí salvar la cara y presentarse como ganador, fue muestra de esa prioridad que ya existió en el pasado.

El recurso a la fuerza, por afortunado e inocuo que haya sido, constituye la principal deficiencia de la línea política seguida por España. No es cuestión de ser una potencia de primero o de tercer orden, sino de que los conflictos internacionales sólo admiten excepcionalmente el recurso a la intervención armada cuando existe una plena justicia en la causa que se defiende y se han agotado los medios diplomáticos. En el caso que nos ocupa, lo cierto es que por su posición geográfica y ausencia de títulos de soberanía resulta prácticamente imposible admitir que España decidiera una acción de guerra, por limitada que fuese, al producirse el conflicto por la ocupación marroquí del islote. Aznar ha preferido la fuerza y eso es siempre condenable por razones jurídicas y prácticas. La operación fue limpia; ahora bien, ¿qué hubiera sucedido de producirse bajas marroquíes?

En el mejor de los casos, a partir de la provocación del 11 de julio y de la réplica ulterior se ha creado una situación de enfrentamiento irracional entre Marruecos y España que será muy difícil reparar. Ello no significa, sin embargo, que en este conflicto las responsabilidades sean prácticamente unilaterales, tal y como sugerían en estas páginas artículos inspirados por el deseo explícito de 'crear espacios de distensión'. La ponderación es de rigor: si Goytisolo acierta al calificar humorísticamente a Aznar de Tartarín de Tarascón, no hubiera estado mal que asumiera el riesgo de encontrar un título comparable para Mohamed VI. Los críticos tienen plena razón al subrayar el desgaste que para la política española en el Magreb han supuesto los ejercicios de arrogancia de Aznar y su Gobierno, con alusiones inaceptables a posibles represalias sobre el tránsito de marroquíes por España. Todo no es, empero, cuestión de malos modos o de que sea absurdo discutir en la prensa española sobre la compatibilidad entre islam y democracia, tema por desgracia tan inevitable en el mundo de hoy, como lo puede ser el peso sobre el tercer mundo de la globalización o examinar los factores que determinan los terrorismos islámico y sionista. Si la bibliografía más reciente no se equivoca, en el enfado de Mohamed VI y de su Gobierno, el papel central ha correspondido al rechazo de España al plan Baker, apoyado por los Estados Unidos y por Francia, para conceder una autonomía sobre el papel al Sáhara -sin garantía alguna dado el carácter del régimen alauí- que zanjaría el contencioso de una vez a favor de Marruecos, así como a la protección de que disfrutaron actuaciones públicas del Polisario en nuestro país. De ahí surgió la decisión de Mohamed VI de una retirada del embajador en Madrid, no correspondida por el Gobierno español en los mismos términos, lo cual prueba por encima de toda duda que los pasos efectivos en el deterioro de las relaciones corresponden a Rabat, tanto entonces como la presente crisis. Si como un corresponsal de este mismo diario señalaba en el despacho del ministro marroquí no sólo figuraban Ceuta y Melilla, las ciudades a su juicio 'ocupadas', en el mismo color que Marruecos y el Sáhara, sino también las islas Canarias, resulta innegable que es en Rabat donde existe un clima de fondo que hace difícil todo entendimiento.

Los datos son bastante claros y conviene evitar los enfoques unilaterales, tanto los de 'rancio nacionalismo' que exhibe el Gobierno como los que pasan de puntillas sobre la responsabilidad marroquí. De entrada, es innegable que existe un cúmulo de intereses convergentes en los planos económico y cultural. Siempre hay que tener en cuenta no obstante el efecto inevitable de la enorme desigualdad económica, política y demográfica: un poco al modo de la sismología, los temblores son aquí inevitables porque la frontera lo es también entre el mundo desarrollado y el que sigue sumido en la pobreza. Por mucho que hiciera el Gobierno de Marruecos, que parece hacer bien poco, la oleada de pateras cruzando el Estrecho responde a la fuerza de las cosas. Hay además una memoria histórica de enfrentamientos seculares, que llega a una Marcha Verde que supuso un enorme alivio para Hassan II y una explosión de orgullo patriótico marroquí, precedente que sigue actuando hoy sobre ellos y sobre nosotros, generando desconfianza, dada la preferencia alauí por los hechos consumados. Tampoco favorece nada la situación el fracaso de las expectativas reformadoras que despuntaron en los inicios del reinado de Mohamed VI. A pesar del desencanto, es preciso apoyar al Gobierno real-socialista todo lo posible, pero sin cegarse creyendo que es lo que no es.

No ha habido, pues, un espacio de decisiones racionales, con pequeños errores, marroquí, confrontado a un cúmulo de arbitrariedades españolas. Más bien, desde hace años, lo que tuvo lugar fue un predominio de los factores conducentes a la fractura, al imponerse en uno y otro campo un discurso de afirmación de los intereses nacionales propios frente al otro. Así, la decisión de no renovar el acuerdo pesquero estaba ya tomada de antemano, mucho antes de embocar el callejón sin salida de las negociaciones: la imagen de la prioridad de lo nacional era dibujada a costa de la contrapartida más débil, España. No parece que los intereses franceses hayan sido objeto de una racionalización similar. Por parte española, desde entonces se esgrimió más de una vez un discurso de superioridad, no refrendado además en los hechos por la intervención francesa, siempre protectora de Marruecos, dentro de la Unión Europea. Y sobre todo están, en primer plano el Sáhara, y como telón de fondo el irredentismo. De lo primero surgió la anómala decisión de dejar vacante en la práctica la Embajada de Madrid, signo de una conflictividad manifiesta declarada por Marruecos, en cuyo marco mal podía tener lugar una participación de la familia real en los festejos de la boda de Mohamed VI.

Por encima de todo, no obstante, debe imperar la convergencia de intereses. Aun habiendo superado el riesgo de una confrontación militar limitada, siempre catastrófica para unos y otros, la persistencia de la tensión supondría para España una situación de inseguridad y para Marruecos un freno a toda perspectiva de reforma política y social, si es que la misma existe. El enorme gasto público en ejército se incrementaría aún más, a costa de las inversiones sociales, y el horizonte de una mejora material y de una democratización quedaría temporalmente bloqueado. El desprestigio del régimen sería un aliciente para el auge del islamismo. En ambos lados del Estrecho, pasaría a primer plano la xenofobia: ese poco simpático '¡Muera España!' que hemos podido escuchar de los manifestantes y entre nosotros el más callado de quienes ven en la conducta supuestamente traidora del moro la confirmación de todos sus prejuicios excluyentes. Toca en consecuencia a ambos Gobiernos esforzarse por un reestrablecimiento rápido del clima de confianza imprescindible para que España contribuya a la modernización de Marruecos y este país vea en el nuestro un puente hacia Europa y no un obstáculo.

Finalmente, con el restablecimiento de la confianza podrá hablarse de los problemas pendientes. Salvo por no primar la agresión, no existen actualmente motivos para que España mantenga pretensión alguna sobre el islote Perejil, aunque a la vista de la propaganda marroquí conviene evitar que exhiban la salida de la crisis como una victoria de su táctica de peón pasado. Confiemos en que en un futuro el régimen democrático marroquí sea el interlocutor para un tránsito a una cosoberanía fraterna, fundada sobre el autogobierno de Ceuta y Melilla, tal y como ahora se vislumbra, aunque de fachada, para Gibraltar. De momento esto es sólo un sueño, y conviene recordar entretanto, y en primer lugar a José Luis Rodríguez Zapatero, que quienes menosprecian las responsabilidades de Rabat en lo ocurrido siempre minusvaloran el papel de la justa actitud española sobre el Sáhara en la gestación de la crisis y acaban sugiriendo que España se sume al abandono enmascarado que representa el plan Baker. Una cosa es la necesaria distensión con Marruecos y otra la presión promarroquí en una cuestión donde los campos de la justicia y de la opresión están perfectamente delimitados.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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