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Columna
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La voz de Pujol

Josep Ramoneda

Dime lo que aplaudes y te diré de qué careces. El reconocimiento que las declaraciones del presidente Pujol sobre el conflicto con Marruecos han merecido en amplios sectores de opinión española, especialmente en los que por decoro se han desmarcado del patrioterismo de Aznar, Trillo y compañía, dan la medida del pésimo estado del debate político en España. Atrapados en lugares comunes que algunos confunden con razones de Estado, oposición y Gobierno han abundado en la inútil retórica de la dignidad nacional. En este contexto, los argumentos de Pujol parecían agua bendita que venían a remojar una política internacional de secano. Pujol se limitó a hacer buen uso del sentido común. Pero hay circunstancias, cuando el nacionalismo (el español, en este caso) se desata (y Pujol haría bien en aplicarse la experiencia) en que la voz distanciada y serena -es decir, alejada de la pasión patriótica- parece un milagro. Y así, fuera de Cataluña, algunos sectores que sentían vergüenza ante el clima patriotero que se estaba creando han descubierto súbitamente la bondad de Pujol.

Es curioso que haya tenido que ser un nacionalista periférico el que haya puesto las cosas en su sitio, introduciendo elementos racionales en plena deriva hacia el orgullo nacional español, lo cual hace pensar que nada mejor que un nacionalista para entender -y por tanto criticar- a otro nacionalista; y que los nacionalistas dan las mejores notas cuando no actúan como tales.

Alguien ha dicho con resentida ironía que Pujol será un gran comentarista político cuando deje la presidencia. Yo creo, sin embargo, que cuando no esté Pujol echaremos de menos la opinión del presidente en las grandes cuestiones políticas. Pujol tiene un concepto clásico de la política, según el cual las ideas no son secundarias y los eslóganes tienen sus límites. La ciudadanía pide sentido. Y para dar sentido hay que tener opinión. La opinión sólo se hace creíble después de demostrar muchas veces que no se repite ningún catecismo, sino que se procura pensar en función de cada situación. Por eso, Pujol es cada vez menos interesante cuando predica su nacionalismo, porque ya nos lo sabemos de memoria y ni siquiera se ha tomado la molestia de actualizarlo (éste es tema para otro día: el gran déficit que le deja en herencia a Convergència). Y, en cambio, es sugerente cuando habla de política internacional, porque no es esclavo ni de la doctrina ni de las cláusulas de estilo.

Esta concepción clásica de la política Pujol la traslada a su función. El presidente de la Generalitat dignifica la institución cuando expresa su visión sobre los problemas del mundo. Se equivocan los que dicen que esto es provincianismo y que lo que tiene que hacer es hablar de los problemas cotidianos de los catalanes. Cada vez hay menos problemas en el mundo que no nos conciernan de algún modo y, sin duda, las relaciones con Marruecos nos afectan mucho. Espero y deseo que los sucesores de Pujol también tengan opinión ante los acontecimientos importantes y la expresen ante la ciudadanía. El principio de que hay temas de los que sólo pueden hablar los responsables políticos que tienen el dossier entre las manos me parece profundamente antidemocrático.

La obligación de todo político es aportar ideas al debate público, que, guste o no, es esencial para la democracia, para conformar opinión y para contribuir a la toma de decisiones. Pujol lo hace. El único tema ante el que siempre se ha sentido incómodo ha sido la cuestión vasca. Atrapado entre la lealtad ideológica al PNV y el apoyo a la acción antiterrorista del Gobierno de turno, sea el que sea, demasiadas veces ha tenido que optar por el silencio, que es algo que le insatisface profundamente. Pero volvamos al caos que nos ocupa: Perejil. Pujol ha dicho las cosas de sentido común: la importancia de Marruecos en nuestro espacio geopolítico, el deterioro de las relaciones muy anterior a la querella por el islote, las responsabilidades de ambas partes en esta larga y profunda crisis, la dificultad de entenderse con unas élites muy peculiares como las marroquíes. Ha deshinchado el globo de la autocomplacencia bélico-nacionalista de Trillo y compañía y ha puesto en evidencia algunos silencios y a muchos profesionales del tópico.

Pero sobre todo ha dicho tres cosas que merecen ser subrayadas. En primer lugar, la necesidad de un trato preferencial entre la Unión Europea y Marruecos, al modo del acuerdo entre México y Estados Unidos. Una iniciativa atractiva, que el desarrollo de la crisis hace todavía más lejana, porque es patético que hasta para resolver un problema de vecindario en las fronteras de Europa tenga que intervenir Estados Unidos. Por este camino, Colin Powell acabará mediando hasta en litigios de fincas. Una vez más ha quedado manifiesta la incapacidad de Europa para tener una política internacional común.

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En segundo lugar, la afirmación de que España en tanto que es el país fuerte, el que puede estrangular al otro en lo político como en lo económico, es el que tiene mayor responsabilidad y obligación en la resolución del problema. En tiempos en que el éxito es lo único que importa y el que gana se lo lleva todo, las palabras de Pujol habrán sonado a algunos como antigualla moralista de un personaje cristiano. Y, sin embargo, pienso que Pujol tiene razón y que este principio debería funcionar en todos los órdenes de lo político y de lo social si queremos un mundo habitable. Lo contrario: el poderoso que abusa y exhibe su potencia, es la arrogancia, una enfermedad muy extendida y muy destructiva.

Finalmente, Pujol lamentó que se hubiese impedido la mediación del Rey. Si lo que insinuaba es que Aznar le impuso al rey algunas limitaciones -por ejemplo, no asistir a la boda de Mohamed VI- lo desconozco. Si lo que pedía era una intervención del Rey, aquí discrepo del presidente. La política debe llevarla cabo el Ejecutivo elegido democráticamente. Cualquier paso que el rey dé fuera del ámbito de la representación y de lo simbólico, me parece un paso peligroso. Los republicanos, ya que hemos aceptado por pragmatismo el aplazamiento de la cuestión del régimen político, lo menos que podemos hacer es vigilar las posibles intromisiones del rey en el espacio político. Siempre que ha debido entrar en él ha sido porque las cosas iban mal y porque los políticos no eran capaces de dar las respuestas adecuadas, es decir, en tiempos de crisis. Y el conflicto con Marruecos, siendo envenenado, no mete a España en ninguna crisis ni emergencia.

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