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Columna
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El otro perejil

Con motivo del acoso y derribo de las profesoras de religión de determinados colegios públicos de Andalucía por parte de los obispados de Almería y Málaga, fueron numerosas las opiniones que se dieron en contra. Las razones de entonces -las mías se recogieron en dos artículos de este diario y en una carta al director- siguen siendo válidas ahora. La enseñanza era la asignatura de religión, y no para el adoctrinamiento del alumnado. También que los obispados no podían despedir en España por tomar copas, ser pareja de hecho o pertenecer a IU, siempre que no se llevaran el whisky a clase, al novio o, bien, convencieran a Anguita para que explicara la mayéutica, o lo del revólver, a los alumnos. De nada sirvieron. Primero los juzgados de lo Social, y después el TSJA, dijeron que sentían mucho los despidos, pero que a su casa. De esta forma las trabajadoras pecarían más a gusto, pues los obispados podían tomar los colegios públicos, como los marroquíes el Perejil.

Ahora, de nuevo, la problemática está de actualidad. El Tribunal Superior de Justicia de Canarias, que está conociendo del despido de una profesora por cometer el pecado de vivir con un hombre sin estar casada, ha decidido someter a la consideración del Tribunal Constitucional este pecado, y su penitencia. Quiere que el alto tribunal diga si los obispados pueden, con base en el Tratado de la Santa Sede, actuar como si la Constitución no existiera. Quieren saber si los obispados pueden mantener el status quo que disfrutaban cuando mandaba aquel señor que iba bajo palio.

No sé lo que dirá el Constitucional. Sin embargo, cualquiera que sea su opinión y que conoceremos en unos años, el sentido común dice que el pecado es cosa de otro mundo, y que las profesoras son de éste.

Claro que si la iglesia de estos obispados que se perdonan a ellos mismos en este mundo y sin más penitencia que las tres avemaría de rigor, y no su despido, quiere seguir con su particular perejil, no estaría de más que, mientras el Constitucional piensa, las comunidades autónomas perdieran el miedo. El miedo a considerarse los empleadores de unas profesoras, cuyos contratos no tienen que estar mojados con el agua bendita del obispado de turno.

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