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Columna
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Presentaciones

En el mundo de las letras no hay nada que prolifere tanto como las presentaciones de libros. A uno le asalta a veces la sospecha de que proliferan aún más que los libros. Tampoco es de extrañar, sin embargo, el exceso cuando sabemos que el bajo índice de lectura de nuestro país no se considera un obstáculo para la difusión de los libros. Si hay muchos más libros que lectores ¿por qué no va a haber muchas más presentaciones que libros, ya puestos a ello?

Las cosas llegan a tal extremo que al escritor que no tiene presentador que lo presente ni presentación en la que presentarse se le considera lo más bajo en la escala social, más o menos como un sin techo. Quizá el lado bueno sea que entre unos y otros tienen a la gente entretenida al salir del trabajo -suelen convocarse estos actos a partir de las siete de la tarde- porque es de suponer que, por pocos que sean, siempre acudirán algunos curiosos o desocupados, además de los amigos, los vecinos y la familia.

Y los actos se encadenan, se encaraman unos sobre otros, se acumulan, se neutralizan, se asfixian dia a día sin que nadie dé un paso atrás. Se inventan toda clase de atractivos: colaboración de artistas de otros géneros (teatreros, gente del cine, funambulistas conocidos, ricos, curas, economistas, banqueros...) lo que sea con tal de parecer originales. Pero así como hay libros -tanto serios como frívolos- que casan perfectamente con una presentación, debido a la imperiosa necesidad de impresionar y seducir a los medios y a la relación existente entre su encanto y la demanda de encanto, lo cierto es que la mayoría de las presentaciones son penosas imitaciones de otros oropeles, algo parecido a cuando una madre hace cantar a su niña en casa ante amigas y vecinas disfrazada de Rocío Jurado y con un cuñado filmando en video.

¿Por qué esta necesidad si el 80% de tales actos no obtiene repercusión? Me temo que la razón sea la misma que nos mata a todos en cuanto nos descuidamos: la necesidad social de hacerse ver para sentirse reconocido. A veces uno llega a tener la sensación de que el autor ha escrito el libro para que se lo presenten, tal es el entusiasmo o la decepción que muestra si le montan el acto o no se lo montan. Muchos se lo montan ellos mismos mientras el editor maldice la hora en que se le ocurrió editar su libro porque, además, esa tarde a la misma hora tenía reservada pista para jugar al tenis. Hay algo agónico en este afán de reunir gente alrededor para alzar el trofeo. Porque se entiende que un editor que se tira a matar por un autor exija que éste muera por él; pero eso, lo sabemos, sólo ocurre con una moderada cantidad de obras. Lo malo es que, por extensión, se ha convertido el acto de la presentación en una especie de visado de escritor: no se es si no se tiene.

Hay una norma, acaso elitista, pero sin duda generosa y lúcida, que dice que lo que importa es la obra, que ella es la encargada de perdurar. En esta época sucede todo lo contrario: lo que importa es el autor. La busca de reconocimiento empieza desde mucho antes de arriesgarse a jugar con el fuego de la inmortalidad y, poco a poco, la autoexigencia del autor deriva. La inmortalidad es algo que no cuenta porque tanto la industria como los autores exigen rendimientos rápidos y el futuro no cotiza. Lo que cotiza es la marca: en ese espejo, por envidia o por rutina, se miran tantos escritores sin acabar de comprender que están haciendo desfilar a su ego por una suerte de Callejón del Gato donde confunden el reflejo con la escritura misma.

Quizá sea signo de los tiempos el escritor-marca. Reconozcamos que si existe es por algo: no hay intervención divina de por medio. Lo que que resulta más penoso es la imitación del acto mediático en busca de una repercusión imposible. Es una contradictio in términis, una especie de fiesta cansina que lleva en su propia convocatoria la marca de la derrota.

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