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Columna
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Mierda

Cuando, cada mañana, el pintor Paul Cézanne se dirigía a su taller, cuenta Reiner María en sus Cartas sobre Cézanne, 'los chiquillos corrían detrás de él, arrojándole piedras como a un perro'. Cuentan que Raymond Carver aullaba de desesperación cuando trataba de escribir dentro de su minúsculo y ruidoso apartamento de alquiler. Cuentan que terminaba saliendo de su casa y metiéndose dentro de su coche, y que así escribió alguno de sus cuentos memorables. Lo de la vida perra del artista es un lugar común. Demasiado común, sin embargo, para muchos artistas todavía.

El arte es largo, sí, pero la vida es breve y, sobre todo, cara. Joan Brossa les contaba a sus amigos con socarronería de payés, poco antes de su muerte, que se había ganado la vida desde los dieciocho años, pero que aún no había conseguido pagársela. Otro poeta y artista catalán, el divino Dalí, explica en su Diario de un genio cómo saldó las cuentas con su padre, el ilustre notario de Figueras: Dalí se masturbó primero e intrudujo su semen en un sobre con la siguiente nota manuscrita: 'Ya no te debo nada'.

Seguramente hoy esa carta valdría millones, a pesar de su estado previsible. Seguramente hoy habría idiotas podridos de dinero dispuestos a pujar por la misiva. Esta misma semana, sin ir más lejos, una famosa casa de subastas europea ha puesto a la venta una lata con mierda de artista y alguien ha apoquinado treinta mil euros (unos cinco millones de pesetas) por la mierda en conserva.

El artista en cuestión falleció hace unos años, pero antes de pasar a mejor vida se cagó veinte veces y embotó en otras tantas latas de conserva su inspirado excremento. Diecinueve de ellas estallaron al cabo de un tiempo, y nadie le asegura al feliz propietario de la lata vigésima que no le estallará en la sala de estar de su casa, quizás en medio de una amena y artística velada. Es verdad que le hubiese salido mejor adquirir otro tipo de lata (por ejemplo, una de sopa Campbel), pero el arte es el arte. El dueño de esa lata tiene lo que quería: es lo que se merece.

A lo mejor el tipo que ha comprado esa lata de mierda de artista es descendiente de uno de aquellos niños que apedreaban al bueno de Cézanne. Todo podría ser. Además, el fabricante de la mierda enlatada era francés. Gastar treinta mil euros en su deposición podría ser un acto de reconocimiento póstumo, algo cercano a la justicia poética, pero lo más probable es que se trate de una simple inversión. Un individuo capaz de comprar mierda enlatada tiene que ser, sin duda, alguien sagaz, pragmático y no dado a sentimentalismos. ¿Para qué molestarse en comprar la pintura de un artista vivo pudiendo comprar la mierda de uno muerto? Es difícil abrirse camino en el mundo del arte, difícil entenderlo: artistas cuyo genio consiste en someterse a operaciones quirúrgicas, vendedores de cajas vacías, compradores de mierda. No dan ganas de aullar. Dan ganas de ir al baño.

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