Aún repugna John Ford
La revista Nosferatu ha dedicado su último número monográfico a John Ford, algo que no pasaría de justo e interesante si no fuera porque sus responsables han decidido hurgar de paso en la historia de España. ¿De España? Aquel gran director sólo quería filmar nostálgicamente la Irlanda campestre de sus antepasados y las figuras y mitos fundacionales del Oeste; nunca, que yo sepa, pensó cinematográficamente en España, lo cual no impidió que una España aún muy negra, gualda y roja (con dos matices opuestos de rojo), lo elevara a la categoría de símbolo; tótem para unos, tabú para otros.
El cine podía ser, a mitad de los años sesenta, increíblemente divertido. Las carteleras apenas mostraban películas en versión original, la censura francocatólica deshacía adulterios y hacía que el suicidio pareciera accidente laboral, pero en ese contexto pobretón y tétrico la cinefilia era una viva pasión militante, y no como hoy, una palomitosa manía adolescente. Dividido el estado mayor de la crítica (y con ella el ejército de sus cinéfilos de a pie) en bandos rivales y muy aguerridos, las escaramuzas tenían a veces lugar en público, y no eludían ni la asonada sesgadamente antifascista ni el descorche de botellas de champaña en los estrenos de Stanley Donen. (Algunos de estos episodios los cuenta con gracia Antonio Martínez Sarrión en su recomendable volumen de memorias Jazz y días de lluvia, recién publicado por Alfaguara). Film ideal era la revista afrancesada y formalista que defendía la relectura de los directores comerciales de Hollywood; frente a ella, marxista e italianizante, Nuestro cine, donde salió en 1962 un artículo que a punto estuvo de provocar otra guerra fratricida.
Lo firmaba el crítico vasco (y poco después director significativo del Nuevo Cine Español) Antonio Eceiza, hoy Antxon Ezeiza. En un número dedicado en su mayoría de páginas a repasar escolásticamente, con estupendas fotos y minuciosa filmografía, la obra del primer John Ford, Nosferatu ha tenido la buena idea de pedirle a Ezeiza, al cumplirse los 40 años de aquella proclama bélica, su opinión actual sobre la frase que cerraba como una lápida el artículo: 'Por esto, perdido el respeto, libre el ánimo, podemos decir sinceramente que nos repugna John Ford'. Tiene razón Ezeiza al decir que su texto, una crítica de la película de Ford Río Grande, exponía un criterio en buena medida compartido por los otros redactores de Nuestro Cine, algunos (Víctor Erice, Pedro Olea, Santiago San Miguel, el fallecido Claudio Guerín) también poco después cineastas en activo. Aunque la facción rival filmidealista ensalzaba con el mismo ardor a Hitchcock, Hawks o Minnelli, el nombre de Ford fue banderín de enganche en la programática lucha. Para unos, paradigma del más puro y potente lirismo aun cultivando él la épica; los otros, con Ezeiza en cabeza, lo tenían como crudo exponente de un cine imperialista, militarista y machista, encarnado en su actor John Wayne.
Corrió el tiempo, murieron Ford y Wayne, muchas ideas marciales se han hecho civiles, aunque no las de Ezeiza sobre el director (tiene el detalle, sin embargo, de rebajar el 'nos' de entonces a un yo actual, consciente de que muchos de sus colegas no comparten ya su permanente repugnancia fordiana). Para mí, Ezeiza fue en 1962 un adelantado de lo peor que la modernidad nos da hoy en el campo de la crítica académica y los estudios culturales. Cargarse la obra de uno de los grandes artistas del cine por su supuesta simpatía con el expansionismo anti-indio de los yanquis (ambigua casi siempre, y falsa en películas como Dos cabalgan juntos y El gran combate) equivale a esos penosos ejercicios de revisión de Shakespeare en los que el poeta de otro tiempo y otra temperatura moral es juzgado según parámetros feministas, etnicistas o gays que sólo ahora forman parte, valiosamente, de nuestra convivencia. Shakespeare antisemita o esclavista, Ford colonialista y misógino. (Des)calificativos demasiado estrechos para unos creadores que, al margen de su ideología, ampliaron con el complejo universo de sus personajes la percepción de lo que somos.
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