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Columna
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Contagio alfabético

Tengo debajo de los ojos la última encuesta sobre hábitos de lectura y compra de libros en Euskadi, realizada en el año 2001. La leí hace unos meses cuando se hizo pública, y, ahora que estamos en plena temporada de ferias del libro, he vuelto a consultarla. Tiene un trazado casi exclusivamente en cuesta abajo. Destacaré, sólo, que en los últimos dos años el porcentaje de lectores habituales de libros ha bajado en 2,4 puntos. En 7 puntos lo ha hecho el préstamo de libros en bibliotecas, y en 8, la compra. Esta relación a la baja con la lectura se puede expresar también de otra manera: el 36% de los encuestados considera que lee menos que antes, mientras que sólo el 22% cree lo contrario.

Sin embargo, y confieso mi sorpresa ante el dato, el número de libros regalados ha experimentado una subida espectacular, pasando en estos dos últimos años del 6,3% al 45,1%. Incremento que hace pensar en aquello de 'consejos vendo que para mí no tengo', y confirma la idea de que la lectura pertenece, de un modo ejemplar, a esa categoría de cosas que los seres humanos defendemos y recomendamos aunque no practiquemos.

Y por eso, porque el hábito de leer es muy predicado y muy poco practicado me rondan, a menudo, estas preguntas: ¿a nuestro sistema, a los poderes varios que nos gobiernan les interesa realmente que la gente lea?; ¿comparten, de verdad, de corazón, la idea de que la lectura es un bien, una obligación pública ineludible, un derecho fundamental inalienable y una puerta que conduce a países de incontables maravillas personales y sociales?

Preguntas que son capciosas y amargantes, en el sentido de que desembocan indefectiblemente en esta otra: ¿no será ese apoyo un mero simulacro, una forma refinada y cínica de tartufismo, un engaño para no alarmar mientras, de un modo subterráneo y concienzudo, se asientan los cimientos de lo que de verdad le interesa al poder: la desactivación cultural, el adocenamiento crítico; un analfabetismo operativo, en fin, que nos convierta, irreversiblemente, en tontos útiles, dóciles consumidores, plastelinosos súbditos.

De lo contrario -me digo en los peores días- no se entiende que el fracaso de tanta campaña millonaria de fomento de la lectura no levante debates como vientos, ni actualice organigramas institucionales, ni cree alarma social. Que ese mismo, flagrante, fracaso no destierre el estilo polvoriento, momificado, de la mayoría de los diseños y de los mensajes de esas campañas; la impostura que clarean; el aburrimiento que contagian.

Pero no todos los días son negros, menos mal. A veces, qué robusto tengo el optimismo, me creo el cuento. Confío en la buena fe institucional, pienso que sólo les falta brío expresivo, aliento estético a sus propuestas. Que es cuestión, en definitiva, de forma y no de fondo.

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Si leer es bueno -y yo lo pienso y lo siento y lo constato cada día-, si la literatura es agua de crecimiento, alimento de tolerancia, ingrediente de libertad -y lo entiendo y lo espero cada día-, si la palabra, como dice el poeta Felipe Juaristi, es la 'única oportunidad', nosotros que estamos en las últimas oportunidades, en los límites de la libertad, en el raquitismo de la tolerancia deberíamos darle a la lectura la máxima prioridad; y exigir de nuestros poderes públicos la máxima eficacia en su contagio.

He escrito 'contagio'' y no fomento. Anima mejor a leer quien lee, trasmite mejor el 'vicio' quien lo conoce. La estrategia más efectiva es siempre predicar con el ejemplo. Que se llenen, pues, de literatura las voces de lo público; de sentidos vivos los discursos retóricos, estáticos del interés partidista; de duda poética tanta certeza ineficaz.

'La palabra antes que la mano' dice otro poeta vasco, Kepa Murua. Con la transmisión de ese convencimiento bastaría. Nos bastaría. Con ese contagio alfabético.

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