Vanidad de vanidades, todo es vanidad
Durante los años de la guerra fría, The Bulletin of Atomic Scientists, una publicación en cuya fundación participaron entre otros Albert Einstein y Bertrand Russell, creó un indicador para medir el riesgo de guerra nuclear. Era (y es) un reloj que en algunos momentos, como durante la crisis de los misiles de Cuba o con motivo del despliegue de misiles nucleares de alcance intermedio en Europa, llegó a señalar que el mundo se encontraba a tres minutos de la medianoche, entendiendo por medianoche el inicio de una guerra nuclear. El mundo ya no está a tres minutos de la medianoche, pero ¿a cuánto está del inicio de una larga noche de guerras múltiples, hambrunas generalizadas y epidemias mortíferas?
En África se diría que el sol ya se ha puesto. Sólo en las guerras de los años noventa los muertos se contaron por millones y en este decenio, con la esperanzada excepción de Angola, siguen su curso; el hambre generalizada amenaza en los próximos meses a otros muchos millones de africanos y los treinta millones de infectados por el sida van a seguir sumándose a los millones que ya han muerto. Pero de África ya nos hemos olvidado los ricos, como documentan las decisiones de la reciente reunión del G-8. Ni siquiera este artículo pretende llamar la atención sobre la situación de África. ¿Qué podría lograr cuando el viaje de Bono y O'Neil parece no haber logrado nada? Lo que nos hace mirar a África son los viajes de las pateras a través del Estrecho. Esos viajes seguirán. Lo que no está claro es si eso nos hará mirar a África de manera más inteligente y piadosa o con los ojos iracundos de la xenofobia.
Lo que me ha movido a escribir estas líneas son algunas lecturas recientes sobre la política exterior de Estados Unidos con cuyos análisis coincido en gran medida, aunque extraigo de ellos consecuencias diferentes. Me refiero, por ejemplo, al reciente trabajo del centro de análisis Stratfor The American Empire, que dice: 'La intención (de Estados Unidos) es derrotar a Al Qaeda; el medio para lograrlo es una guerra global contra esa organización. Esto requiere que Estados Unidos esté presente en la mayoría de los países supervisando procesos que son parte de las responsabilidades de una nación soberana, por lo tanto, usurpando de hecho su soberanía. Como la propia guerra requiere reconstruir situaciones sociales, la presencia americana tendrá que inmiscuirse profundamente en esas sociedades. Como la guerra contra Al Qaeda podría durar una generación, Estados Unidos estará en ellos durante un largo tiempo'.
Apuntando que quizá lo anterior no es el deseo de nadie, Stratfor recuerda que 'las consecuencias no deseadas son la naturaleza de la política. Y, en este caso, la consecuencia no deseada de la guerra contra Al Qaeda es el imperio. El poder de Estados Unidos, una vez que ha encontrado una necesidad obsesiva, se está moviendo a través del mundo y allí donde encuentre resistencia no tiene otra opción que recurrir a la guerra'. Stratfor, que es un centro que produce análisis sin connotaciones éticas, sólo añade la siguiente reflexión: 'Estados Unidos ha sido una república democrática y una potencia antiimperialista. Hoy es una potencia imperial, no en el sentido simplista de Lenin de buscar mercados, sino en el sentido clásico de ser incapaz de garantizar su seguridad sin controlar a otros'. Y se pregunta: '¿Pueden coincidir una república democrática y un imperio?'.
Bill Emmott, el editor de The Economist, ve las cosas con menos dudas. En Present at the creation (29 de junio del 2002), explica que Estados Unidos, que ya tenía los medios militares y económicos para reorganizar el mundo, tras el 11-S tiene también la voluntad de hacerlo. Nos dice que con su fuerza y su dinero Estados Unidos está hoy en condiciones de impedir que se forme alguna coalición de países que le impida hacer las cosas a su gusto y que puede ignorar el derecho internacional sin mayores problemas. La dificultad más seria que puede encontrar es que sus aliados y amigos no le acompañen. Que dejen que se envuelva solo en la aventura, mientras ellos se quedan mirando a ver si se estrella. Una y otra vez insinúa Emmott que eso sería muy malo, aunque no llega a mostrar por qué, y le convendría hacerlo, pues la perspectiva de futuro que ofrece pone los pelos de punta. Además de proseguir la guerra contra Al Qaeda hasta ganarla, lo principal y más urgente es derrocar militarmente a Sadam Husein para empezar a poner coto a la amenaza de proliferación de armas de destrucción masiva que plantea, no sólo Irak, sino una decena de países.
Para Emmott las cartas están echadas: 'No cabe mucha duda de que, de una manera u otra, Sadam Husein será derribado bastante pronto por un ataque americano. Caben, sin embargo, muchas dudas sobre la suavidad con que se producirá el cambio y sobre sus consecuencias'. Todo esto lo ve como un nuevo periodo de 'creación' (en referencia al libro On the Creation, de Dean Acheson), y descarta que pueda resultar un periodo de 'destrucción' de las relaciones trasatlánticas u otras. En dos líneas concluye que casi todo el mundo se pondrá detrás de Estados Unidos. Aunque en algún pasaje su pureza analítica le obliga a dejar caer que si lo de Irak saliera muy mal, convirtiéndose en otro Vietnam o Corea, y/o si Washington se deja llevar por el proteccionismo cuando los gastos para las guerras por venir creen déficit fiscal y recorten el crecimiento, las cosas podrían terminar saliendo mal.
También Soros (en On Globalization) está convencido de que el mundo necesita urgentemente un arreglo serio y de que Estados Unidos debe tomar la iniciativa para llevarlo a cabo. Pero Soros sostiene que con la visión hegemónica que hoy domina en Estados Unidos, centrada en la fuerza y el dinero y opuesta a la cooperación internacional, no se podrá llevar adelante ese arreglo. Pragmático, Soros admite que la 'visión hegemónica es realista en el sentido que representa el aquí y el ahora', pero advierte que como guía de futuro es 'más irreal y más contraproducente que (su visión de) una sociedad global abierta'. Recuerda a quien quiera escucharle que 'la hegemonía no se puede mantener si la parte dominante no toma adecuadamente en consideración los intereses de las otras partes, pues éstas se pondrán de acuerdo para romperla... y si los otros Estados no son suficientemente fuertes para crear un
equilibrio, la gente se revelará contra el sistema'. Responder -advierte- a esta amenaza asimétrica 'reprimiendo en lugar de erradicando sus causas, probablemente cambiará el carácter del sistema basándolo en la represión... y la historia muestra que los regímenes represivos no duran para siempre'. Vieja sabiduría que hoy, sin embargo, no encuentra muchos oídos abiertos.
Los ojos del imperio también parecen estar cerrados en lo que a Palestina se refiere. Durante decenios se viene discutiendo en Washington si el conflicto entre israelíes y palestinos es irresoluble o si alguna solución es posible. Bush con su reciente discurso ha hecho una propuesta original diciendo que el conflicto es resoluble, pero que la solución es imposible por culpa de Arafat. Lo malo de este planteamiento es que puede empujar a toda una nueva generación de palestinos e israelíes a seguir matándose. Y ya van tres.
Cuando se posee la fuerza y/o el dinero, y se cree poseer la verdad, es que la vanidad ha vencido. Las lecturas que he comentado y otras, como por ejemplo el libro de Stiglitz sobre el Fondo Monetario Internacional (El malestar en la globalización) o el breve y bien escrito Next de Alessandro Baricco, me inducen a temer que en algunas altas y también bajas cátedras occidentales se ha aposentado la vanidad. Y para contrarrestar la vanidad sólo cabe una lectura, la del Eclesiastés. Lo he releído y me ha parecido más sabio y bello que otras veces (recuerden, 'Vanidad de vanidades, todo es vanidad'), quizá porque, a la postre, como World-Com, Enron, Andersen y tantas otras brillantes miserias muestran (incluso, Gescartera), el Eclesiastés tiene razón. Esperemos que no hagan falta dos, tres o más guerras para volver a comprobarlo.
Carlos Alonso Zaldívar es diplomático.
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