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Columna
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Ruido

Enrique Gil Calvo

La semana que viene toca debatir el estado de la nación, que en un sistema tan presidencialista como el nuestro es el más importante, tras la investidura. Eso es así porque supone la única ocasión en que el presidente del Gobierno rinde cuentas sobre su política general ante los representantes de la soberanía popular, constituyendo la pieza central de nuestro sistema de accountability, o asunción pública de responsabilidades políticas. Y en este caso es todavía más importante, pues se trata de la penúltima ocasión en que el señor Aznar se dignará rendir cuentas indirectas, ya que, como sabemos, no volverá a presentarse ante sus electores para rendirles cuentas directas antes de devolverles el poder que le confiaron.

Pero ya sabemos que nuestro presidente aborrece rendir cuentas. Por eso se retira del poder antes de tiempo, por eso se sale por la tangente en las sesiones semanales de control parlamentario, y por eso suele boicotear los debates anuales sobre el estado de la nación, desnaturalizándolos al convertirlos en un juicio político al jefe de la oposición, al que los diputados de la mayoría gubernamental abroncan y abuchean para no dejarle hablar hasta hacerle perder los nervios, consiguiendo así que pierda también los papeles, que es precisamente lo que quieren demostrar. Mucho más en esta ocasión, cuando el serio tropiezo que para el Gobierno ha supuesto la pasada huelga general se ha pretendido desviar culpando ruidosamente por ello al jefe de la oposición, en la esperanza de que semejante ruido ahogue la sonora voz de aquella masiva manifestación. Por eso es seguro que también el próximo lunes se esgrimirá la misma táctica, para que la bronca parlamentaria haga tanto ruido que se impida juzgar al presidente del Gobierno, que es lo que ahora toca.

Tanto ruido viene a cuento porque, en el último año, la política del Gobierno se ha visto obstaculizada por multitud de interferencias, cuyo ruido ha terminado por bloquearla. Como balance anual, las luces escasean mientras las sombras son tenebrosas. En su haber cabe apuntar tres tantos. En economía, el fuerte crecimiento del número de cotizantes a la Seguridad Social, mucho mayor de lo esperado gracias a la inmigración, lo que permitirá enjugar parte del oculto desequilibrio presupuestario. En sociedad, la confirmación del crecimiento de la natalidad -gracias también a la inmigración-, que si se acentúa permitirá corregir nuestro gravísimo desequilibrio demográfico, que continúa bloqueando el derecho a formar familia de la generación babyboomer. Y en política, los éxitos en dos flancos esenciales de la lucha contraterrorista, el policial y el judicial, que están estrangulando a ETA al ponerla contra las cuerdas.

Por lo que hace a su debe, los fallos son múltiples, y algunos, garrafales. El frente político de la cuestión vasca está peor que nunca, pues se ha consumado la división irreversible del bando demócrata, se ha creado un clima político de odio incivil y se ha contagiado a los constitucionales la voluntad excluyente que introdujo Lizarra, lo que augura un corrimiento de los electores moderados e indecisos hacia el independentismo. El semestre europeo ha sido un fracaso, dejándose pudrir todos los problemas que se escondieron bajo la alfombra del fantasma inmigrante. En economía, puede que se sostenga un cierto crecimiento, pero los inversores han hundido las bolsas y la corrupción emerge rampante, con las cúpulas de los dos hiperbancos imputadas y el caso Gescartera sin resolver, por no hablar de toda la corrupción sumergida que se adivina bajo la superficie. En sociedad, los servicios públicos están cada vez más hundidos, destacando la contrarreforma de la enseñanza y la expropiación de los derechos sociales que provocó el huelgazo. Y del clima político, para qué hablar, pues todos se rebelan contra Aznar, desde los catalanistas más sensatos hasta la fracción fraguista del Partido Popular, que esgrime como ariete al quemado Cascos. ¿Por qué será?

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