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CRÓNICAS
Columna
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Marsillach

Juan Cruz

En tiempo como éste, el año pasado, Adolfo Marsillach confesaba que su enfermedad, que le arañaba con la saña implacable de la noche, le tenía sumido en una depresión aguda, de la que ya aquel viento no le dejó salir. La ceniza de la muerte se precipitó sobre este hombre pausado e irónico, que miraba desde tan cerca la vida que parecía inverosímil que algún día perdiera el entusiasmo por ella. Y lo perdió; su muerte puso fin hace seis meses a una carrera brillante como actor, como director de teatro, como escritor, y nos despojó para siempre de una mente lúcida y tranquila -aunque él desmintiera siempre ese carácter tranquilo- que fue marcando con su agudeza el tiempo y el país en el que se desarrolló su peripecia; en su despedida desesperanzada siempre guardó el filo irónico de su autocrítica, porque -y esto está en sus memorias- aunque la gente tuviera de él la imagen de un hombre surcado por el desdén, era un apasionado de la autocrítica, la cultivó salvajemente, tachó su espejo muchas veces.

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Dice Fernando Savater que de las personalidades que nos dejan -estemos o no de acuerdo con ellas- echamos de menos su presencia porque dejamos de tener puntos de referencia, contradicciones posibles, espejos en los que mirar lo que hacemos y lo que se hace, discusiones pendientes. Supongo que eso les sucede a todos los que conocieron la cara poliédrica de este gran tipo que fue Marsillach: fue un polemista temible, estuvo en desacuerdo con éstos y con aquéllos, y ahora nos hace, como decía Miguel Hernández de Ramón Sijé, una falta sin fondo.

Ahora, el Festival de Almagro le dedica un homenaje, y no sólo sirve de justicia este recuerdo de un lugar y de un acontecimiento por el que él hizo tantas cosas, sino que reaviva el recuerdo inteligente de uno de los hombres que hicieron mejor y más habitable este país. Ocurre también que uno se resiste siempre a la muerte de los otros, y se empeña en seguir haciéndolos vivir, aunque ya estén mucho más lejos que lo que la esperanza permite; pero la gente vive, en su ejemplo, en su escritura y en esa prolongación de su personalidad que es nuestra propia memoria. La ausencia de Adolfo Marsillach en el escenario español -en todos los sentidos del escenario- es una pérdida grave y verdaderamente irreparable; afecta a la calidad de vida del teatro, de la sociedad e incluso de la parte más íntima de la palabra libertad, a cuya defensa se dedicó también en los tiempos más sombríos. Esa melancolía con la que abordó los últimos años de su vida no provenía sólo de la esencia de su mal, que, como todo dolor, conducía a la desesperanza, sino que provenía también del deterioro en que se ha sumido desde hace tiempo la propia cultura de este país, y no tan sólo de la cultura teatral, que de manera despectiva le puso a un lado en lo que más sabía: el teatro clásico, su formación y su divulgación, su consolidación como un patrimonio vital de un país cuya lengua y cuya imaginación tienen ese fundamento. La concepción misma de la cultura se ha ido desmejorando, como si se hubiera producido un ciclo en el que la probable salud ha sido desbancada por un síntoma cada vez más creciente de enfermedad social, de desdén por lo que es fundamental.

Que Almagro le recuerde ahora es un síntoma de que los tiempos pueden estar cambiando, aunque siempre cambian demasiado tarde, cuando ya es recuerdo la rabia con la que hombres como Marsillach veían crecer el desierto. En el último verano, cuando su cuerpo empezó a decir adiós a todo esto, esa decepción también se percibía en su voz.

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