Bodas de sangre
El Ejército de EE UU se permite en Afganistán actuaciones difícilmente imaginables en otro lugar del mundo que no fuera la cuna de los talibanes. Sus aviones dieron muerte en la madrugada del lunes al menos a 40 civiles afganos e hirieron a más de un centenar que participaban en una fiesta de boda. Una comisión investiga sobre el terreno lo ocurrido en la provincia de Oruzgún, donde, según las primeras versiones castrenses, el disparo festivo de fusiles al aire, tradición local, fue interpretado como un ataque en toda regla que precipitó la acción de los B-52 y los aviones artillados AC-130; otras, siempre estadounidenses, aseguran que los soldados de Bush eran atacados por fuego antiaéreo talibán camuflado en la zona del festejo.
El Pentágono hace y deshace en Afganistán, sin informar ni dar explicaciones al Gobierno establecido con aval de EE UU. Como en incidentes anteriores -y éste es el más grave desde enero, en el que perecieron por fuego amigo otros 21 civiles-, sus responsables no dan su brazo a torcer. La nueva matanza colectiva, que provocó ayer una manifestación femenina pacífica ante la sede de la ONU en Kabul, suscita serios interrogantes sobre la conducción de una guerra teóricamente de computadora. Washington no puede seguir sosteniendo que sus pilotos o artilleros se creyeron atacados por los fusiles de los lugareños. Pero ni el hostigamiento real desde tierra con armas más o menos rudimentarias justificaría el bombardeo masivo de todo lo que se mueve en un área determinada. Más allá de lo inadmisible de actuaciones semejantes, está la torpeza política que exhiben los responsables estadounidenses, incapaces de aceptar directamente los errores de sus fuerzas y de corregirlos a cualquier precio.
Washington debería entender que estos incidentes, que nunca serán entendidos por los afganos de a pie, exacerban los ánimos en su contra y pueden liquidar lo conseguido contra el fundamentalismo talibán, amén de destruir las relaciones de confianza establecidas con Kabul. El presidente Hamid Karzai es una criatura política estadounidense, pero para mantenerse en el cargo debe dar a su pueblo alguna explicación más convincente que las que recibe de sus arrogantes aliados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.