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Columna
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Una cumbre de la escena y la pantalla europeas

Es incalculable, desborda el cauce de cualquier astronomía de la imaginación, el talento interpretativo que desvela una mirada hacia dentro de la obra de Ingmar Bergman. Porque es inabarcable y deslumbradora la avalancha de rostros e ingenios de la escena sueca que encontraron, a través del cine de este artista, un acceso a la contemplación universal.

Antes de que el cine de Bergman zarandeara, hacia la mitad de los años cincuenta, las pantallas europeas y en ellas abriera paso a una forma de interpretar sin precedentes y sin vuelta atrás, habían saltado al mundo algunos, muy pocos, nombres de intérpretes suecos de resonancia excepcional. Sobre todo, cuatro inmensas mujeres: Greta Garbo, Ingrid Bergman, Signe Hasso, Viveca Lindfords. Quizá algunos rostros más. Pero fue en el territorio de las sombras movedizas de Bergman, arrastrada por el empuje de su conjugación entre escena y pantalla, donde irrumpió en el cine europeo toda una generación de superdotados intérpretes, la galería de exquisitas actrices y vigorosos actores suecos que conforman ese rico y delicado himalaya escénico, aún completamente vivo, en el que Erland Josephson tiene altura de cumbre mayor.

La aportación de Erland Josephson a esta forma de sabiduría interpretativa hay que situarla a la par -o quizá por encima, a causa de la singularidad de sus vuelos propios y de sus irrepetibles acuerdos con otros dos directores de genio: el ruso Andrei Tarkovski, con el que dio torrencialmente vida a Nostalgia y Sacrificio, y el griego Theo Angelopoulos, con quien esculpió el intenso personaje del espíritu de la filmoteca de Sarajevo en La mirada de Ulises- que la ingente obra colectiva de sus amigos y colegas Max von Sydow, Gunnard Björnstrand, Anita Björk, Eva Dahlbeck, Ingrid Thulin, Gunnel Lindblom, Harriet Anderson, Jan Kulte, Ulla Jacobsson, Bibi Andersson, Liv Ullmann, Maj-Brit Nilsson, Gunn Vallgren y otros pobladores del universo bergmaniano.

Su vigoroso despegue personal dentro de la obra cinematográfica de Bergman alcanzó calidades de vértigo en la tacada de filmes que llenan los quince años que van desde 1967, con La hora del lobo, a 1982, con Fanny y Alexander. Y entre ambas obras es indispensable aislar, como instante definidor de su genio oscuro, su trabajo dentro de las trágicas estancias de Gritos y susurros, en 1972; y, como estallido del otro lado de su arte, su genial diafanidad, su dúo con Liv Ullman en los vaivenes de comedia de Secretos de un matrimonio, en 1973.

El inmenso caudal del talento de este actor impar está por entero encerrado en las cuatro esquinas de este cuadrángulo de películas bergmanianas, que le abrieron, entre 1983 y 1986, las puertas de Nostalgia y Sacrificio, los dos pasos del último tramo de la obra de Tarkovski, otra cumbre del cine moderno que él personifica y cierra, como cerrará el tramo final de la obra de Bergman cuando, tras interpretar hace dos años En presencia del clown, reanude dentro de unos meses y, tras un salto de 25 años, otra vez cara a cara con Liv Ullman, Secretos de un matrimonio y se calle este inmenso diálogo sin fin.

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