Cerco a la última pena
En pocos días, el Tribunal Supremo estadounidense, que llevaba años sin pronunciarse en torno a la pena de muerte, ha hecho públicos dos fallos importantes. Uno declara inconstitucional la ejecución de retrasados mentales; el otro obliga a que las sentencias capitales sean impuestas por jurados, no por jueces, como ocurre en diferentes grados hasta en nueve Estados de la Unión. El alcance de esta última decisión puede afectar a 800 condenados que esperan en el corredor de la muerte y que verían su sentencia conmutada por la de cadena perpetua o repetido su juicio.
Ambos fallos, que anulan pronunciamientos previos de la máxima instancia judicial, pueden parecer limitados, pero representan el asalto más importante en 30 años contra la pena capital por parte de los nueve jueces de la máxima instancia jurisdiccional de Estados Unidos. No se trata de que los integrantes del Supremo estadounidense -una institucion mayoritariamente conservadora pese a sus incrustaciones liberales- se estén convirtiendo al abolicionismo. Pero la cercanía de ambas sentencias y su inequívoco sentido evidencian que funciona la estrategia posibilista de quienes en EE UU se oponen cada vez con más ahínco a la pena capital.
Antes que atacar los fundamentos últimos de un castigo bárbaro que todavía apoyan casi dos tercios de los ciudadanos, los abolicionistas están socavando lentamente algunos de sus flancos más chirriantes. Su próximo objetivo declarado es impedir que se ejecute a convictos que eran menores de edad cuando cometieron los hechos que provocaron su condena.
La percepción social de la pena de muerte está variando claramente en EE UU durante los últimos años, y lo mismo sucede con su correlato judicial. El año pasado, pese a que sumaron 66, cayó bruscamente el número de ejecuciones; el anterior habían sido 85 y en 1999 fueron ajusticiadas 98 personas. La aceptación popular de este castigo irreversible ha caído a poco más del 60% desde su apogeo de un 80% a mitad de los años noventa. Más que considerar si las ejecuciones son defendibles en sí mismas, los estadounidenses comienzan a reflexionar sobre si se puede garantizar su justicia o su equidad. Y la respuesta obvia es no en un país donde todos los estudios revelan que un ciudadano blanco y con medios económicos tiene muchas menos probabilidades de llegar al corredor de la muerte, aun en casos de culpabilidad probada, que sus compatriotas de color y escasos recursos. Se trata del país, no conviene olvidarlo, donde su actual presidente autorizó casi 200 ejecuciones como gobernador de Tejas.
Pero la clase social y la raza no son las únicas disfunciones lacerantes del sistema. Suman ya un centenar en pocos años los condenados por asesinato que han cambiado su cita inminente con el verdugo por la libertad, al comprobarse in extremis su inocencia mediante pruebas de ADN, cuya obligatoriedad debate ahora el Congreso. Y hace un par de meses que una comisión de expertos nombrada en Illinois publicó las devastadoras conclusiones de su estudio, en el que se daban hasta 85 argumentos para mejorar un engranaje procesal que cada vez convence menos: casi el 95% de los ciudadanos cree que muchos de los condenados a muerte pueden ser inocentes. Varios de los 38 Estados que todavía mantienen el castigo último en su arsenal penal han suspendido su aplicación y las encuestas muestran que la mayoría apoya una moratoria mientras se revisa a fondo el sistema.
Está por verse si los recientes pronunciamientos del Supremo desbrozan definitivamente el camino a la abolición o son ajustes coyunturales para eliminar algunas de las adherencias más aberrantes de la pena de muerte. En cualquier caso, las decisiones tienen la virtud de catapultar el debate al máximo nivel en un país que, a la vez que referente político y social para otros muchos, soporta el baldón de mantener un castigo degradante y anacrónico, abolido y condenado prácticamente por todos sus socios democráticos.
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