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CUMBRE DEL G-8

África, un continente rico en gente muy pobre

Ramón Lobo

África es generosa en petróleo, diamantes, oro, minerales y... en pobres de solemnidad: 300 millones en 1999 (casi un 40% de la población), y en 2015 habrá 45 millones más. África recibe menos del 1% de la inversión mundial, y, cuando ésta llega, se concentra en la extracción de sus inmensas riquezas naturales. En la década de los noventa, la ayuda exterior al desarrollo -16.400 millones de dólares que, en parte, se esfumaron por los sumideros de la corrupción y la ineptitud- ha descendido un 43%, lo mismo que la esperanza de vida, recortada de 50 a 47 años. De los 37,2 millones de infectados de sida, 28 millones viven en África (3,4 millones de nuevos casos al año). En Zimbabue, esa esperanza de vida descenderá de 61 a 33 años en 2010.

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Las campañas de socorro no son nuevas. De vez en cuando, los líderes mundiales anuncian la elaboración de planes de choque, manejan cifras de apoyo y establecen objetivos para recortar en este o en aquel porcentaje la penuria de 856 millones de africanos.

Al final de su mandato, Bill Clinton, en plena campaña electoral (es decir, de voto negro), proclamó en la ONU el mes de África como si alguno de los gravísimos problemas estructurales del continente se pudiera zanjar en 22 días hábiles. Ahora le toca el turno al llamado Grupo de los Ocho (G-8), que discute la aprobación de un paquete de mil millones de dólares para paliar el impacto de la deuda exterior.

Cuando se habla de globalización, África jamás aparece en el mapa. Si un 3% de sus habitantes tiene acceso a una línea telefónica, invocar Internet y sus bendiciones resulta grotesco. Sin apenas medios de transporte (sólo un 12% de las carreteras están asfaltadas), sin una base educativa sólida (el Día de la Independencia de Congo había un universitario), sin hospitales equipados y con unos medicamentos a precios prohibitivos debido a que las patentes protegen el beneficio de las farmacéuticas y no la salud de sus destinatarios, África necesita algo más que mercadotecnia disfrazada de plan; necesita, ante todo, luz y taquígrafos.

En Angola, por ejemplo, bañada en petróleo y diamantes, acaba de finalizar una guerra de 30 años. El país está exhausto: un millón y medio de muertos, cientos de miles de desplazados y una tierra regada con 14 millones de minas antipersona; más artefactos enterrados que habitantes. Ahora, cuando esa paz es posible, otros tres millones de seres se encuentran en peligro de morir de hambre. La respuesta, como siempre, es el silencio: igual que en Botsuana, uno de los destinos turísticos favoritos de los occidentales. Allí, el 25% de sus ciudadanos va a morir de sida en unos años.

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