El pobrecito Pujol
A estas alturas de la película, sólo los muy, muy cegados por el sectarismo más obtuso pueden resistirse a admitir que, desde 1980, el mayor error político de la izquierda, y en particular de los socialistas catalanes, en sus intentos de conquistar el gobierno de la Generalitat ha sido menospreciar a su principal contrincante, a Jordi Pujol. Banquero, botiguer, ruralista, provinciano, pésimo gestor..., los epítetos despectivos se han ido sucediendo con la misma cadencia con que Pujol acumulaba las victorias electorales; los anuncios de la inminente caída del 'imperio pujoliano' -o de 'los últimos días de Pompeya'- han adquirido carácter de rutina mientras Pujol iba sumando años en el poder hasta alcanzar casi un cuarto de siglo, toda una generación... Sería fácil, aunque algo cruel, hilvanar una antología de textos socialistas que, desde 1983-84, proclaman el 'agotamiento' del proyecto convergente y venden la piel del oso antes de cazarlo.
Hoy, aunque no fuese más que por la usura del tiempo y por la renuncia de Pujol a intentar un séptimo mandato, esos presagios resultan más verosímiles que nunca. Pero el razonable optimismo que pueda cundir en las filas del PSC no debería servir de pretexto para recaer en viejos errores, y hay de ello algunos síntomas inquietantes. Así, por ejemplo, las palabras de Pasqual Maragall el domingo 16 de junio, durante su mitin en el pabellón barcelonés de la Mar Bella; me refiero a aquella alusión al 'pobrecito Pujol', cuya mayoría parlamentaria pende de su propio voto... Debe de ser incómodo, sí, pero sospecho que Pujol opina que, después de 20 años en el poder, no está tan mal; además, ¿acaso Maragall no aceptaría y ejercería gustoso la presidencia de la Generalitat a partir de 2003, aunque fuese gracias a una coalición tripartita o cuatripartita, por el margen de un solo diputado y, en consecuencia, debiendo mantener -como Pujol ahora- el trasero pegado al escaño?
Si esa referencia conmiserativa hacia un rival que va a retirarse invicto estuvo fuera de lugar, me parecieron más graves algunas de las reacciones que ha suscitado la propuesta de Artur Mas de organizar un debate entre él mismo y Pasqual Maragall. Éste, a quien la iniciativa de Mas -propagandística, por supuesto- pilló manifiestamente descolocado, vaciló primero entre la aceptación y el rechazo, y acabó -en una entrevista a Catalunya Ràdio- por rehusar el cara a cara con el conseller en cap porque 'Artur Mas no es nadie. ¿Quién ha dicho que Mas es el candidato? No es nadie, este señor. Es un diputado como otro. Quizá un día se canse, dirá que no y el candidato será otro. Quizá será Duran...'.
Doctores tiene la Iglesia, y asesores y expertos tiene el PSC en abundancia para decidir si lo más conveniente para los intereses socialistas era recoger el guante lanzado por Mas desde Cuba o bien dejarlo en el suelo con un gesto de desdén. Lo que me preocupa es la actitud psicológica y política que parece desprenderse de las palabras de Maragall arriba transcritas, la tendencia a ningunear al candidato de Convergència i Unió, el mensaje subliminal de que el tal Mas no tiene ni media bofetada y nos lo comeremos crudo sin arrugarnos el traje ni bajar del autobús... ¿No estará el Partit dels Socialistes cometiendo con Artur Mas la misma clase de error en que incurrieron Joan Reventós y Raimon Obiols con Jordi Pujol desde 1979 en adelante? ¿No fue el desarrollo de la moción de censura de Maragall, el pasado otoño, un primer toque de alerta ante ese riesgo? A mi juicio, merecería la pena sopesar seriamente tales hipótesis.
Por descontado, lo dicho no comporta en absoluto poner sordina a la labor opositora ni a la exposición inteligible de la alternativa que Maragall encabeza, antes al contrario. Por ejemplo, decir que 'haremos de la Cataluña del 2003 lo que Barcelona hizo en 1992' es dar un buen titular, pero no supone desarrollar un programa; porque Cataluña no es una ciudad, sino un país, porque el glamour de los Juegos ya está un poco marchito y porque la receta del éxito olímpico -que ya viene sirviendo para justificar el Fòrum 2004- tampoco puede valer para todo.
Y no es que falten motivos para la crítica política contra Convergència i Unió; sin ir más lejos, existen todos los que brinda el ejercicio de ambigüedad de la federación nacionalista con respecto a la nueva Ley de Partidos, o los que se desprenden de su connubio con un Partido Popular que ha encabritado el españolismo hasta límites inimaginables hace cinco años y conduce al Estado hacia una desastrosa confrontación en el País Vasco. Sobre todo esto -sin olvidar los temas de gestión diaria- a los socialistas catalanes se les ofrece un ancho terreno de labor crítica y de formulación de tesis alternativas que, seguramente, causarían entre el electorado convergente más y mejor efecto que las alusiones al 'pobrecito' Pujol o al 'don nadie' Mas.
Claro que, para que ello fuese posible, habría que superar algunos obstáculos. ¿Cómo puede el PSC denunciar el funambulismo de CiU ante la Ley de Partidos, si él mismo la ha tenido que engullir como quien traga aceite de ricino? ¿Cómo pueden los socialistas catalanes poner en la picota la cautividad de Convergència en manos de un PP desbocado mientras Juan Carlos Rodríguez Ibarra sostiene (El Mundo, 17 de junio) que, 'si hace falta declarar el Estado de emergencia en el País Vasco, se hace'? ¿Cómo puede Maragall persuadirnos de que logrará ganar al PSOE para sus tesis territoriales, cuando el ya citado presidente extremeño asegura que 'modificar la Constitución no lo van a conseguir ni en tres ni en cuatro ni en 24 legislaturas'?
Suscribiendo de la cruz a la raya el espléndido artículo que Xavier Rubert de Ventós publicó aquí 15 días atrás, a mí también 'me falta la fe de Maragall' en las posibilidades de volver del revés la cultura política española, y además, tengo algunas dudas sobre su táctica.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB
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