La mesa vacía del poeta
Cultura concede el Premio Góngora, a título póstumo, a Vicente Núñez
El premio literario Luis de Góngora aterrizó ayer sobre una mesa vacía: la que sirvió de atalaya, de escritorio y de refugio al poeta Vicente Núñez, que escribió muchas de sus obras más importantes, desde Ocaso en Poley hasta Himnos a los árboles, sobre su familiar superficie. Si la mesa está vacía es porque Vicente Núñez murió el sábado pasado, a media mañana, con 76 años recién cumplidos. Y desde entonces son muchos los que, en una especie de peregrinación, se han acercado a la taberna El Tuta, situada en la hermosa plaza ochavada de Aguilar de la Frontera, para ver el lugar donde el poeta pasó tantas horas de creación, imaginárselo allí sentado y beberse un vino en su honor.
La taberna no es un museo, ni un pozo de silencio reverente. Hay una máquina tragaperras bastante escandalosa y un televisor en el que se encadenan los vídeos musicales de la MTV. Ahora mismo canta Jennifer López. Pero la mesa de Vicente Núñez está colocada justo detrás de una columna protectora. Las demás son todas de plástico; ésta es más grande, más alta, está hecha de madera oscura y de mármol, un sólido anacronismo de cuatro patas. 'Cuando fueron a cambiar el mobiliario', explica Francisco Javier Rabadán, desde detrás de la barra, 'él pidió que le dejasen su mesa, que le gustaba así'. Y, por supuesto, respetaron su deseo.
Francisco Javier anda triste y agradece que se le dé el pésame. Vicente Núñez venía cada día, por la mañana y por la noche; no fallaba nunca. Escribía, bebía fino de la tierra, recibía visitas. Acudir a la taberna era para él un ritual cargado de sentido, y sólo lo rompía en las grandes ocasiones. A sus editores les costaba un trabajo terrible sacarlo de allí y hacerlo viajar para presentar libros. 'Las ciudades son como cementerios', solía decir el poeta, 'y de eso sólo se salva Paría. Si pusieran una línea de helicópteros París-Poley [el nombre musulmán de Aguilar, que él prefirió para su pueblo], yo me subiría, me tomaría una copa en París y después me volvería al Tuta'.
'Sólo faltó estos dos últimos meses, porque estaba muy enfermo', recuerda el camarero con voz apagada. Luego suma mentalmente y añade: 'Trece años he estado yo aquí, viéndolo a diario'. Pero la ausencia del poeta no sólo se siente en la taberna. El bullicio del pueblo se oye menos; las señoras que van a ala compara pasan por su calle, zumbando como abejas, pero bajan el volumen cuando cruzan ante esta casa, blanca y luminosa.
No hay luto. El mismo día en que murió Vicente Núñez se reunió una comisión en el Ayuntamiento para determinar qué debía hacerse en señal de respeto y de memoria... Y se decidió no tocar nada, dejar las banderas en alto, olvidarse de los crespones negros y mantener las fiestas de San Juan. 'Él no era aficionado a protocolos', cuenta Elena, secretaria de la Alcaldía. 'Y sabemos que le hubiera gustado más así'.
Pequeños reconocimientos
Cuando Vicente Núñez enviaba una carta, en el remite tenía que escribir su nombre dos veces, porque su calle lo era literalmente. Y el instituto de secundaria de Aguilar de la Frontera también fue bautizado en su honor. Este centro acababa de montar una exposición sobre su vida y su obra cuando murió. 'Hay documentos, libros, fotografías suyas con Rafael Alberti, con Antonio Gala...', relata Manuel Megías, el jefe de estudios. 'Ahora, aunque ya ha acabado el curso, no hemos querido recogerla. Pero que quede claro que no ha sido un homenaje póstumo, sino previo', indica el profesor. 'Él venía mucho por aquí, porque organizábamos sesiones poéticas y traía amigos suyos, por ejemplo, a Pablo García Baena o a Manuel Gahete. Teníamos una prevista para mayo, pero ya estaba malo y no pudo venir. Nunca pensamos que el desenlace fuese a ser tan rápido. Nos ha causado mucho dolor'. No son muchos poetas los que consiguen que se les reconozca en vida. Pero es que Vicente Núñez estaba unido a su pueblo por un vínculo muy intenso; él, que era un hombre cosmopolita y exquisito, que renegaba del 'catetismo' de Córdoba y de Madrid, sólo era feliz allí, en una pequeña localidad perdida en medio de la campiña, donde no había cines, ni teatros, ni vida cultural, ni círculos artísticos. Él, que adoraba a Gloria Swanson, tenía que vivir sin ella; pero lo que sí podía hacer es leer incansablemente. Fue bibliotecario de Aguilar durante 20 años. 'Y no fue el período más brillante de su vida', explica Francisco Toscano, actual director de la Biblioteca Municipal, 'para él era como una cárcel'. De hecho estos años coincidieron con un largo silencio, un episodio de la lucha que el poeta mantenía con la creación, consigo mismo, con la vida que llevaba, que le llevó a abandonar Madrid y la posibilidad de una 'carrera literaria'. 'Cuando volvió a Aguilar y dejó de escribir, Pablo García Baena le dijo que era como un suicidio', completa el bibliotecario. 'Pero él siempre defendió que aquí tenía su exilio interior'. Era un hombre ciudadano del mundo e incapaz de viajar. 'No le hacía falta', sentencia Toscano. Sabía desplazarse con la cabeza.
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