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Columna
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Países y paisitos

La más grave imputación que se puede hacer a las ideologías es su falta de sentido del humor. Mi primo Javier Ugarte (primo putativo, a mayor abundamiento, aunque nunca hay que descartar una posible troncalidad genética, habida cuenta de nuestra parecida hechura de hombros) tomó en su momento el saludable hábito de denominar en esta columna 'paisito' al siempre azacanado País de los Vascos. Yo había adoptado con anterioridad la misma costumbre, costumbre que tampoco en mi caso resultaba fundacional: el escritor guatemalteco Augusto Monterroso, uno de los más ácidos autores del panorama literario en esta lengua, inauguró el deje estilístico de aludir a los 'paisitos', aunque en su literatura 'paisito' no es sólo Guatemala, sino también México (país en el que vive desde hace décadas) o cualquier otro del planeta. En el fondo, estoy persuadido de que para Monterroso no existen más que los paisitos, ya alcancen éstos la soberbia extensión de Rusia, China o Estados Unidos. O incluso la de Luxemburgo.

Hay lectores de esta columna que han accedido ya a cierta complicidad con el término 'paisito', sabedores de que algunos de los que aquí escribimos hemos hecho de él una fórmula de estilo. Llegará el día en que hasta en la inalcanzable y remota redacción central de este periódico, en la que se habla de la edición valenciana, catalana o andaluza, se hablará también de la edición del paisito. Y esa, por supuesto, será la nuestra. Me parece que llegar a esa condición será todo un triunfo, quizás no sociopolítico, pero sí estético o moral.

Mi primo Ugarte (con cuyas ideas no comulgo, como es de ley en todas las familias) recibió recientemente la crítica de Miguel Peciña y Henrike Knörr por su utilización del término 'paisito', que ellos juzgaban desdeñoso y denigrante para Vasconia. En opinión de los puntualizadores, llamar al nuestro paisito era negar su condición de país. De hecho, en su carta, escribían 'País', así, con mayúscula, quizás a modo de desagravio.

Con todo el respeto que me inspiran los remitentes, creo que en su crítica se resume lo peor de nuestra tradición política: la falta de sentido del humor. La certidumbre de que la situación política y social de nuestro paisito es grave no debe privarnos de una valerosa (el adjetivo no es gratuito) ironía. Todavía más: si hubiéramos apostado desde el principio por el humor, la gravedad actual jamás habría sido imposible. El humor supone la capacidad de relativizar ciertos conceptos intocables (o intocados hasta ese momento) y de paso, en la línea argumental de Knörr y Peciña, considerar a nuestro país tan país como cualquier otro. Yo, de hecho, creo que nuestro país tiene argumentos para ser un país como los demás, hasta tal punto que no pienso dejar de reírme de él a pierna suelta. El fatigoso conflicto no debe condicionarnos hasta el extremo de no poder escribir paisito y vernos obligados a escribir siempre País con mayúsculas.

Pero de estas derivaciones estilísticas siempre se puede sacar algún elemento positivo. En concreto, los censores de mi primo consagran en su misiva el adjetivo 'ugartiano', cosa que, he de confesar, me satisfizo íntimamente: cuando el apellido de uno se transforma en adjetivo se puede decir que toca ya los límites de la gloria con la punta de los dedos. Así como existe lo kafkiano, lo barojiano, lo dantesco o lo valleinclanesco, al fin mi primo y yo hemos conseguido hacer de lo ugartiano todo un arquetipo cultural.

Ya sólo falta rellenar al adjetivo de un contenido nítido y concreto. En mi opinión, lo ugartiano debería ir por lo antirretórico, lo irónico, lo destructor de toda clase de solemnidades artificiosamente adquiridas. Una visión ugartiana de la vida siempre llevaría a compadecer al lehendakari por la cantidad de aurreskus de honor que debe de soportar a lo largo del año, pero también al obispo que hace poco juró fidelidad a la bandera española, pleno de idolatría, en una imagen que habría hecho temblar a los bíblicos profetas. Lo ugartiano no tolera lo verborreico ni lo solemne ni, desde luego, se reprime a la hora de contemplar la lamentable condición humana, incluso en la cuota vasca que corresponde a la misma.

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Un país ugartiano, definitivamente, sólo puede ser un paisito.

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