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Columna
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Del mal vivir

Sólo el instinto de supervivencia explica la tozuda actitud de los vecinos del centro de Madrid que se aferran, como lapas a la roca, a sus viejas piedras, lares y penates al borde del deshaucio entre las ruinas del tiempo y los achaques de la marea inmobiliaria.

La bomba de neutrones, ese mecanismo limpio y diabólico que mata la vida y respeta las inertes edificaciones del hombre sin romperlas ni mancharlas, sería la solución final, el ideal de los siniestros depredadores que han entrado a pico y pala, andamio y contenedor hasta el corazón maldito de una ciudad moribunda, enferma crónica que se resiste contra todo pronóstico a fallecer de una puñetera vez para resucitar, sin alma, sin historia y sin conciencia, a una nueva vida, una vida mejor para unos vivientes con mejor nivel adquisitivo y una sensibilidad educada para apreciar mejor los valores estéticos de las fachadas decimonónicas y galdosianas que, en ocasiones, cubren con púdico velo la impudicia de sus entrañas, la lobreguez de sus viviendas interiores, chiscones, sótanos, sotabancos, tugurios, cuchitriles,buhardillas y zahúrdas en segunda línea de calle, disimuladas por la gentil apariencia de los balcones de los pisos exteriores.

Frustrados por no haber podido borrar de un plumazo, decretazo, el antihigiénico y angosto laberinto de estos barrios céntricos y excéntricos, los depredadores de pico y piqueta cambiaron de estrategia, aparcaron sus planes globales y se armaron de paciencia, no hay que tirar nada, sólo esperar a que las casas se caigan solas o se degraden de tal forma que incluso los inquilinos más contumaces y refractarios a la mudanza salgan por pies, o con ellos por delante, de sus madrigueras.

Cerraron los viejos comercios y se mudaron o fallecieron muchos de los resistentes, pero en cada hueco desocupado se fueron colando nuevos pobladores, sobre todo inmigrantes de la China y del Ecuador, del Magreb y del sur del Sáhara, apiñados en cuartuchos infames pagando alquileres exorbitados.

Los recién llegados cambiaron la fisonomía de las calles reabriendo los locales comerciales con nuevas especialidades, restaurantes típicos, locutorios telefónicos y tiendas de alimentación atendidas por orientales insomnes y adictos al trabajo.

Los viejos y sufridos barrios del centro de Madrid, históricamente habituados a las invasiones pacíficas, acogieron y siguen acogiendo a los hijos de todos los éxodos, con menos traumas y aspavientos que en otras zonas de la capital. La multiculturalidad no pilla de nuevas a los vecinos de Malasaña y la integración se produce, sin pausas y sin prisas, al paso de los años y las generaciones, propiciada por los niños escolarizados y socializados. Los niños que corrigen la pronunciación de sus padres y les ayudan a llevar las cuentas desvelándoles los misterios del euro.

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Los depredadores aún esperanzados sobrevuelan la zona atentos a la más que probable explosión del caos y perseveran en el acoso y derribo de los viejos caserones. Las calles cortadas por sus obras eternas: máquinas pesadas y ruidosas, camiones de reparto a cualquier hora que sortean con habilísimos quiebros los bolardos malditos, los cubos colectivos de la basura sin reciclar, fabricados a la medida exacta de la acera, 50 centímetros de la pared al bolardo. No se puede circular, ni aparcar, ni pasear sin riesgos, y cuando las calles se ensanchan, en las vías principales y en las plazas duras y hoscas los mil y un chirimbolos que un Ayuntamiento generoso ha ido sembrando a lo largo y ancho de las aceras.

Malas calles, malas obras, mala saña y malas ideas, una conspiración en la que munícipes y promotores inmobiliarios colaboran, calles intransitables a pie o sobre ruedas, calles sucias, estercoladas y regadas estérilmente por perros urbanizados que llevan de la correa amos sin urbanizar, muros emborronados, solares tapiados y erizados de culos de botella y alambradas que no ejercen una disuasión duradera para los sin techo que rondan con sus hatillos la noche buscando un sitio donde caerse yertos.

La degradación progresa y los depredadores se consumen de impaciencia, viendo con cuánta fuerza se aferran a su moribundo hábitat los supervivientes.

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