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En defensa de la educación pública amenazada

Mariano Fernández Enguita

Del Castillo y su equipo vienen a salvarnos de una profunda crisis de la educación, al parecer manifiesta, sobre todo, en el escándalo de que el 25% de los estudiantes no termine con éxito la ESO. Preocupante porcentaje, pero el mismo que, en vísperas de la LOGSE, abandonaba el bachillerato en los dos primeros cursos y a la misma edad, aunque a él había llegado poco más de la mitad de la cohorte. Y el mismo que terminaba sin éxito la EGB, éste sobre la cohorte total, pero con catorce años previstos, no dieciséis. La comparación adecuada sería con la primera hornada de la ley de 1970: de 100 alumnos que acabaron en 1975 la EGB tuvieron éxito 68, y en los años sucesivos se matricularon 54 en 1º de BUP, 46 en 2º y 39 en 3º, terminando ese año 27, pasando 23 al COU y aprobando 16. Otros 32 se matricularon en 1º de FP, 22 en 2º y terminaron a tiempo 8. Y abandonaron otros 14. ¿Son éstos los tiempos gloriosos que arruinó la reforma? Si para algo habría motivos es para un optimismo moderado, aunque vigilante y activo, es decir, para intentar ir más lejos con el ánimo de haber avanzado y abiertos a los cambios necesarios.

¿Y qué se propone frente a ello? La panacea son tres itinerarios reconocidos en segundo ciclo de la ESO, a los catorce años, y uno oculto en toda ella. Reconocidos, los de ciencias, humanidades y tecnología; es decir, un trasunto de los viejos bachilleratos de ciencias y letras más una tercera vía hacia la formación profesional (ya bajo la Ley de 1970 muchos alumnos de FP-II no venían de FP-I, sino del BUP). Pero a estos tres itinerarios nobles, aunque de valor desigual, se añade un cuarto, o tal vez más, formado por una nebulosa de alumnos que podrán ser apartados desde 1º de la ESO hacia grupos de refuerzo que no significarán sino su segregación y estigmatización (pues no hay refuerzo alguno sin nada que pueda considerarse ni más ni mejor) y a programas de iniciación profesional en los que se podrá ingresar o ser ingresado a los quince y que se anuncian con altavoz para inmigrantes con 'graves dificultades de adaptación'. Puede anticiparse que será el basurero del sistema: enseñanzas residuales conducentes a los márgenes del empleo.

Lo más parecido que cabe encontrar a los itinerarios (sin basurero) son los antiguos curriculum tracks de la escuela secundaria superior norteamericana -la (senior) high school, de 15 a 18 años-, que dividían a los alumnos en un itinerario académico (college preparatory), otro profesional (vocational) y un tercero indefinido (general). Este sistema ha sido ya casi abandonado: en 1965 lo practicaban el 93% de las escuelas; en 1991, el 15%. Ello (más elocuente aún dada la autonomía de los centros en EE UU) se debió a la convicción de que discriminaba a los alumnos de minorías étnicas y de clase obrera, sobrerrepresentados en el track profesional y, a menudo, orientados a él por prejuicios docentes ajenos a su rendimiento. Hoy se considera que su desmantelamiento ha sido muy beneficioso para las minorías, aumentando notablemente sus oportunidades, aunque no tanto para las familias más pobres de todos los grupos, que siguen igual (véase S. R. Lucas, Tracking inequality, 1999). En el Reino Unido, con una larga tradición, también en declive, de agrupamiento por capacidades, el estudio más reciente (J. Ireson y S. Hallam, Ability grouping in education, 2001) concluye que trae tantos perjuicios como beneficios y es menos eficaz que otras medidas para mejorar la calidad.

A esta segmentación dentro de cada centro se añade otra no menos drástica entre los centros. Éstos podrán especializarse en ciertas áreas del currículum, ponderando su peso relativo, así como seleccionar a los alumnos por sus notas en cualquier nivel y, en particular, por las de dichas áreas en los no obligatorios; los centros concertados no estarán obligados a ofrecer el itinerario oculto, incluso podrán ser exonerados de alguno de los tres oficiales, y los estrictamente privados no tendrán obligación alguna. Sé que alguna comunidad ya piensa en centros especializados donde reunir a todos los alumnos de una zona asignados al basurero. Se abre, pues, no sólo la posibilidad de volver a la vieja dualidad entre centros de BUP y de FP, sino de crear, junto a ellos, centros de élite libres de cualquier alumno difícil y centros concentracionarios, donde se apilarían éstos. Como, además, se deja pasar la oportunidad de exigir a los centros privados concertados, como condición para obtener y mantener los conciertos, e incluso a los no concertados como condición para su autorización, la admisión e integración de alumnos de minorías, con necesidades educativas especiales, etcétera, es decir, su participación en el esfuerzo solidario, hay que pensar que se pretende abrir la puerta a un dejar hacer a través del cual, definitivamente, los centros públicos (más alguno privado de vocación social) se quedarán a todos los alumnos difíciles, mientras que los privados (más alguno público de vocación selectiva) se limitarán a los fáciles. En los extremos, unos crecerán en burbujas, al abrigo de la realidad social, y otros en guetos, alejados de las mejores oportunidades.

El proyecto incluye, envueltas en la retórica de la calidad, otras medidas -algunas lamentables, como la liquidación de los consejos o la vuelta de la catequesis, y otras saludables, como reforzar la dirección, y las más, simplemente discutibles-, pero ninguna tan grave como ésta. El error esencial es concebir como vendetta partidista algo que afecta a intereses de Estado: la cohesión social y la convivencia democrática. Donde el pensamiento único del Gobierno no ve más que el momento de echar abajo una ley socialista, y la respuesta monocorde de algunos de sus críticos sólo el enésimo ataque contra la escuela pública, lo que hay es, en realidad, un cuestionamiento de la educación pública, es decir, de la consideración de toda educación como un servicio público y de la primacía en ella del interés público. Entendiendo por servicio público la oferta, a todos, con independencia de la clase, el género, la nacionalidad, la etnia o la capacidad económica, de unos recursos suficientes para asegurar cierto nivel de logro educativo. En el mundo occidental, con excepción de la Europa central de habla o influencia alemana (y no toda), esto se ha traducido en llevar el tronco común hasta el límite del periodo obligatorio, normalmente los dieciséis años (es decir, en lo que inició la ley de 1970 y culminó la de 1990), aunque con mecanismos de atención a la diversidad. Y entendiendo, asimismo, como parte esencial del interés público el aprendizaje en las aulas de la convivencia con una gama de otros (por su aspecto, sus creencias, sus capacidades...) que casi nadie podrá encontrar en su familia ni, en muchos casos, en su vecindario: hacer de la escolaridad una experiencia de dignidad, reconocimiento mutuo y convivencia en democracia, algo que nuestra sociedad necesita como el aire que respiramos. En suma, la educación pública (frente a los preceptores privados) que ya defendieran Rousseau (Considérations sur le gouvernement de Pologne...) y Kant (Pädagogik), o sea, la educación en común de todos quienes nos consideramos iguales, pero para una sociedad que ha ampliado el ámbito de la igualdad y ha elevado la educación a derecho y deber social.

Pero, por más que la educación sea un derecho social o el sistema un servicio público, su materialización exige recursos que han de distribuirse por las vías habituales: mercado y Estado, pues no hay otras que funcionen a gran escala. Porque España es una economía mixta y por el peso del catolicismo, esto se ha traducido en una doble o triple red escolar: estatal, concertada y privada. Pero lo que en su momento pudo ser una herencia de las dos Españas hoy es ya un simple fenómeno de dualización similar al de otros ámbitos del Estado social. A un lado, los que pueden pagarse la satisfacción de sus derechos en las mejores condiciones -escuela privada- o pagarse la diferencia si alguien paga la parte común -escuela concertada-; al otro, los que deben recibirlos plenamente del erario público -escuela pública o estatal- (igual sucede con la sanidad o las pensiones). Si se les deja hacer, ni el Estado ni el mercado garantizan el servicio público ni, por tanto, el derecho a la educación. La convención consistía en no dejarles, sino empujarlos hacia el buen camino: sufragando la demanda en la escuela concertada y regulando la oferta tanto en ella como en la privada, y contrarrestando el poder del Estado con la participación del público en la estatal. Pues bien, las opciones del proyecto van, siempre, en sentido contrario, en el sentido de dejar a la enseñanza privada jugar libremente en el mercado (especialización, evitación de minorías), incluso con dinero público, y eximir a la enseñanza estatal del control democrático (reducción de los consejos escolares a órganos consultivos y de la elección del director a una cuestión entre la Administración y el claustro). Los perdedores: el público y lo público, o sea, la idea misma de la educación pública.

Mariano Fernández Enguita es catedrático en la Universidad de Salamanca y miembro del Foro de Jabalquinto. Autor de Educar en tiempos inciertos.

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