La normalización del sistema universitario
La reciente promulgación de la Ley Orgánica de Universidades ha propiciado un debate acerca de las bondades y defectos del sistema universitario español. El consenso mayor a este respecto se obtuvo cuando se planteó la necesidad de una reforma del mismo; prácticamente todas (por no decir todas) las partes implicadas estuvieron de acuerdo en la necesidad de una reforma profunda de un sistema que, tras la Ley de Reforma Universitaria de 1983, había conseguido afianzar todas las mejoras, y también, por desgracia, todos los defectos posibles derivados de ésta. De entre las primeras cabe entresacar, entre otras muchas, la implantación de la plena capacidad docente e investigadora para todas las categorías de funcionarios que requiriesen el título de doctor. Ésta era una medida indispensable para el crecimiento y desarrollo del sistema nacional de I+D, como así se ha podido comprobar. Aparejado a esto y en el marco de la autonomía universitaria, las universidades intentaron establecer un sistema de promoción de su profesorado como elemento estabilizador e incentivador. La LRU preveía la necesidad de estancias investigadoras en otras universidades para poder optar a plazas de funcionario, como medida para fomentar la movilidad docente. Esta medida nacía viciada porque los tribunales de oposición tenían una composición que sólo beneficiaba a los candidatos de casa, pues presidente y secretario del tribunal eran propuestos por la universidad convocante (de facto por el departamento convocante). Así las cosas, lo importante para la obtención de una vacante de funcionario, o para la promoción a cuerpos superiores, era estar a buenas con el departamento para que éste votara la propuesta de presidente y secretario que garantizara la consecución del objetivo, y en muy pocas ocasiones la calidad docente o investigadora. Este proceso ha degenerado en lo que, a todos los efectos, se ha llamado 'endogamia universitaria'. Qué duda cabe que estos y otros procesos similares entre el personal de administración y servicios han llevado en ocasiones (y no pocas) a deudas importantes de los rectores con grupos de presión, con el consiguiente deterioro de la vida universitaria.
La LOU ha querido poner fin a estos desmanes, a lo que las universidades públicas han respondido con una convocatoria masiva de vacantes, que puede originar un colapso en la incorporación de profesores e investigadores a sus plantillas en las próximas décadas, al confluir esta situación con el descenso demográfico. Este análisis ya ha sido hecho por multitud de instancias y cada vez son más las voces que reclaman una oportunidad para esta nueva ley, antes de invalidarla a priori con argumentos más demagógicos que reales. Un ejemplo fue el lema de las manifestaciones callejeras contra la LOU en el que se rechazaba la ley por pretender 'privatizar la universidad'. Poca privatización se detecta en una ley que distingue entre rectores de universidades públicas y privadas en el Consejo de Coordinación Universitaria, a los efectos de votaciones que afecten a un sector u otro. Parece absurdo que la minoría privada esté excluida de las votaciones de los asuntos públicos, y que no sea así en el caso contrario (i.e. asuntos de las privadas que no afectan a las públicas). Abundando en esto, otra cosa que esta nueva ley tampoco ha querido solucionar es la normalización del proceso de habilitación nacional para el profesorado de las universidades públicas y privadas. Puesto que todas gestionan un bien y derecho públicos como es la enseñanza, la distinción debería hacerse más sobre la finalidad de las entidades (con ánimo de lucro o no) que sobre el proceso de habilitación/acreditación para la función docente. Esto es especialmente cierto cuando para ambos procesos se establece que el currículo investigador es prácticamente eliminatorio, más que discriminatorio.
En cualquier caso, parece que la respuesta de la Administración a esta situación de convivencia en el sistema universitario de entidades de gestión privada con y sin ánimo de lucro, además de las públicas, ha optado claramente por la distinción entre universidades con y sin ánimo de lucro, englobando a las últimas entre las entidades que pueden optar a subvenciones para proyectos de investigación y difusión de la misma. Un ejemplo concreto de la contribución de las universidades privadas sin ánimo de lucro al sistema de I+D+I se manifiesta en el programa Ramón y Cajal para la contratación de investigadores por las universidades. Este programa supone un compromiso de cofinanciación entre el Ministerio de Ciencia y Tecnología y la entidad contratante (universidad pública o privada sin ánimo de lucro, OPI, etc.). Esta cofinanciación es estrictamente cierta en el caso de las entidades privadas sin ánimo de lucro, al ser las únicas que aportan fondos no procedentes del erario público para la cofinanciación. Esta es una simbiosis muy deseable y que sin duda coloca a las universidades privadas sin ánimo de lucro al lado de las públicas y no enfrente de ellas, pues ambas son partes constitutivas del sistema docente e investigador español.
La falta de una cultura de universidades privadas en Europa, en comparación con la que existe en América (tanto en el norte como en el sur), se asocia en nuestro país a la falta de cultura de inversión privada en I+D+I, lo que obliga a cierto paternalismo de la Administración con el sistema universitario, que en otras circunstancias vendría regulado por la calidad de la oferta y los resultados académicos de los estudiantes.
Francisco Javier Romero es vicerrector de Investigación de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.
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