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LA COLUMNA
Columna
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A trompicones con todo el mundo

TAL VEZ PIENSA el presidente del Gobierno que siempre le asiste la razón; quizá imagina que todas sus declaraciones sintonizan con el sentir de la calle; o, en fin, puesto que el viento le ha soplado de popa durante tanto tiempo, ha creído que su nave podía embestir de frente sin mayor problema las tormentas. El caso es que, o porque crea que tiene razón, o porque piense que la mayoría le apoya o porque se considera imbatible, ha salido... ¡a ganar!; y como él sabe hacerlo, empujando.

Lástima que haya pretendido ganar por goleada a instituciones como la Iglesia, los Sindicatos y el Poder Judicial, las tres con graves fisuras en su interior. En la Iglesia, la reiterada toma de posición política de los obispos vascos cada vez que Batasuna se encuentra en dificultades había irritado a más de algún hermano y suscitado corrientes críticas dentro de la misma comunidad de teólogos y creyentes vascos; en los sindicatos era bien conocida la negativa de Comisiones a seguir la querencia a la huelga general que de tiempo atrás manifestaba UGT, y en el CGPJ, los vocales de la mayoría habían mantenido hasta la fecha una actitud rayana en lo servil que los había separado rutinariamente de la minoría.

Pero la intervención del Gobierno ha tenido el taumatúrgico efecto de soldar las divisiones. La Conferencia Episcopal ha conseguido que el Gobierno, después de acusar a los obispos de cobardía y de complicidad con el terrorismo, pidiera árnica mientras emprendía una vergonzosa retirada. Los balbuceos de Cabanillas y Piqué, actores amateurs en una representación que les viene grande por todas partes, sólo son comparables al repliegue final de Aznar, que manifiestamente había disparado todos sus cartuchos antes de apuntar. Los obispos vascos se han salido, pues, con la suya: reafirmar, en un documento más sutil de lo acostumbrado, el principio básico de la política nacionalista: que ilegalizar, como antes aislar, a Batasuna, sean cuales fueren sus vínculos con ETA, contribuirá al deterioro de lo que llaman 'la convivencia'.

Que los obispos vascos no apoyaran esa política, en la que Uriarte se funde con Ibarretxe ante la sonriente mirada de Otegi, habría requerido una ración de sutileza del mismo calibre que la utilizada por esos señores en sus manifiestos políticos. Pero en lugar de astucia, empujones, sin percatarse de que a las autoridades eclesiásticas no se las empuja, se las trabaja. Y así les ha ido: sobre el fondo del asunto, el Vaticano y la Conferencia Episcopal, situados de pronto en posición ventajosa gracias a las atrabiliarias invectivas del presidente y sus ministros, han dado carta blanca a los 'pastores' vascos. En la batalla política tan torpemente declarada sólo hay un vencedor: el nacionalismo en sus diversas variantes, desde la clerical hasta la terrorista; y el Gobierno, que creía ir por lana, ha vuelto a casa trasquilado.

Como empujón, y de los gordos, ha sido el propinado a los sindicatos. Huelga general, dicen; pues decreto y tente tieso. Tratándose de una cuestión a todas luces susceptible de ser negociada, pues ninguna urgencia había en la famosa reforma, haber preferido la política del aquí te pillo aquí te mato no dejaba a los sindicatos más salida que intentar salvar la cara, aun corriendo el riesgo de que su llamada fuera escuchada sólo a medias. Con su empujón, el Gobierno ha conseguido que una huelga general, lejos hasta ayer mismo de ser una opción razonable en términos de rentabilidad política para los convocantes, se haya convertido para mucha gente no ya en plausible sino en obligada respuesta a tanto despropósito.

Y en fin, qué menos se podía esperar. Ya se sabe que en el perverso sistema que nos hemos dado, en el que hasta las direcciones de los museos son terminales gubernativas, los elegidos para instituciones del Estado prometen fidelidad al partido que los ha designado. La autonomía e independencia del profesional de reconocido prestigio suele colgarse en el perchero mientras se ocupa el sillón. Pues bien, ni con ésas ha conseguido el Gobierno que el CGPJ avale su intromisión en un auto del Tribunal Supremo que no define como delito de terrorismo lo que el Gobierno quiere que sea delito de terrorismo. Cogido por sorpresa, el CGPJ no ha tenido más remedio que amparar unánimemente al tribunal ofendido, rompiendo así por vez primera su contrastada disciplina partidaria y dejando al Gobierno en posición desairada.

De pronto, tres instituciones en contra del Gobierno. Y es que, señor, hasta el más lerdo sabe que en política, como en la vida misma, no se puede andar todo el tiempo a trompicones con todo el mundo.

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