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Columna
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Engatusar un coche

El mayor disfrute humano consiste en convencer a los demás. Mediante el poder de la persuasión el mundo se reblandece y espontáneamente tiende a poseer un rostro más amable. Gracias a la persuasión penetramos el mundo suavemente, gracias al poder de convicción convertimos seres extraños en sujetos adheridos, tropas indiferentes en afectuosos prosélitos.

Esta es la gran ambición de la publicidad. Ganar adeptos, potenciales clientes que ejerciendo la facultad de comprar juntan su deseo a nuestro deseo, su idea de lo mejor a la imagen que se le ha propuesto de un producto cualquiera. El inconveniente, ahora, sin embargo, cuando la historia de la publicidad ha cumplido más de un siglo, es que los receptores son ya unos viejos zorros. Pocos aceptan, según las últimas investigaciones de Eric Knowles, un profesor de psicología social de Arkansas, el papel de individuos contempladores a quienes se les exponen las virtudes de una mercancía. A la gente le interesa cada vez más la publicidad como un medio de entretenimiento pero la rechaza como un instrumento de convencimiento. Un altísimo porcentaje de telespectadores, por ejemplo, creen que quien fuera persuadido para adquirir ese producto del spot padece una insuficiencia crítica. Ellos, los que conocen, saben sobre todo que la publicidad es mentira y nunca se habrían de prestar fácilmente a sus engaños.

¿Cómo hacer por tanto? ¿Cómo debe hacer un publicitario cuya tarea consiste precisamente en persuadir? Paradójicamente, no tratando de persuadir. Un anuncio como el de Carlos Sobera para Nissan sería el antiejemplo de lo que se debe hacer. En tanto el presentador se manifiesta como un hombre honesto que trata de transmitir su consejo con la mayor honradez, el receptor se pone en guardia. Algo incorrecto habrá detrás de lo que se trata de promocionar cuando han tenido que escoger un promocionador que no despierte sospechas El anuncio debe discurrir hoy ante el espectador como haciendo su vida y, de paso, al mostrarla descuidadamente, encantar con ella. Los anuncios eran hasta hace unos años elementos machos que se comportaban como los conquistadores de mujeres, requebrándolas, cortejándolas, persiguiéndolas. Pero los anuncios hoy son de categoría femenina tradicional. Se exhiben sin mostrar que nos desean, se exponen sin tomar iniciativas. Existen porque sí, son seductores o interesantes pero no hacen saber que nos necesitan. Ahora llegamos al objeto por la conjunción de su diferencia y de su indiferencia, a la vez. Por la diferencia de su forma o sus encantaciones y por la indiferencia que debe mostrar hacia nosotros. Los spots de coches como VolksWagen o BMW son de este carácter (coches con modos de indiferencia) mientras los de Renault o Citröen son de la etapa anterior, coches que se proclaman diferentes y se afanan porque nos demos perfecta cuenta de ello.

En un mundo menos individualista las gentes amaban la grupalidad, el parecido, la emulación y los alistamientos, pero en una sociedad más egotista, cada cual quiere vivir al menos la fantasía de creerse particular. Los coches son un ejemplo cada vez mayor de esa demanda de personalización y con ello los fabricantes aumentan el número y colores de los modelos, el surtido de las tapicerías y el sinfín de los complementos. La ansiedad por diferenciarse del vecino, del colega, del propietario de lo mismo induce a no emplear el sistema común de la persuasión. Haber sido persuadidos por el mismo Carlos Sobera significa formar parte del mismo cesto de convencidos por el mismo señor, con inteligencias paralelas, raciocinios semejantes, presupuestos equivalentes y, encima, feligreses de una predicación común. Por el contrario, cuando alguien escoge un coche que no se autopropone, la elección parece pertenecerle por entero. El propietario gana una vinculación más íntima con el artefacto y siente, al cabo, que no es el productor del vehículo quien le convenció sino él quien se engatusó con el coche.

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