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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Extranjeros

Gracias al fútbol televisado, esta primavera nuestros niños han descubierto un país asiático llamado Corea cuyos jóvenes habitantes se pintan las caras de ikurriñas multicolores. Esta sencilla realidad nos llega con excesivo retraso a quienes, también de niños, aprendimos a temer a la invasión amarilla desde las viñetas de los tebeos de hazañas bélicas. Entonces, los coreanos eran feos y malvados. Llegaban a miles corriendo y gritando para matar al chico, aunque al final sólo conseguían matar a su amigo, que estaba enamorado de la misma chica. Nada parecido a estos joviales coreanos que veo por la tele riendo y jaleando, envueltos en todas las banderas del planeta.

En mis veranos vascos de los años cincuenta, recuerdo haber oído a mis primos insultarse: '¡Tienes un moreno de coreano'! Al parecer, el color de la piel dorada por el yodo de la playa de Zarautz, daba un tipo de ciudadanía inalcanzable por quienes recibían el sol trabajando en los andamios de las cercanas construcciones. Su moreno hasta la manga de la camiseta y el acento sureño les delataba como obreros recién venidos. Es decir, coreanos de Extremadura. Nada menos.

No me atrevo a decirle que sus hijos crecerán con otros valores

¿También yo sería coreana? En Burdeos formaba parte de los españoles refugiados. Una extranjera. Mis padres habían llegado huyendo de una guerra, y sólo para encontrarse con otra. En esa ciudad había también otros extranjeros, africanos y asiáticos. Extraños como yo.

Desde entonces el mundo se ha hecho muy pequeño. Los españoles hemos dejado de ser extranjeros en Europa. Y si en siglos pasados las distancias se habían acortado, ahora han desaparecido. Tiendes la mano hasta la pantalla de tu ordenador y tocas la de alguien que se encuentra al otro lado del planeta. Y que tal vez ha construido alguna pieza de este mismo ordenador o cosido la bandera de este país. Aunque hay manos que nunca podrán tocarte, porque no conocen el ordenador ni en muchos casos la electricidad.

Las distancias que han desaparecido son las que se medían en kilómetros. Hay otras que se miden en años. No en años luz, sino en años de oscuridad. Y esas no se reducen, sino que se amplían. Las gentes de otros continentes se echan al mar, hartos de un presente sin futuro. Quienes consiguen alcanzar la tierra prometida descubren, al observarnos de cerca, que la distancia no ha disminuido, sino que en la proximidad física se ha vuelto más descarnada. Así que siguen su penosa travesía por Europa sin llegar a apearse de la patera.

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Ahora en Francia hay gentes de todos los colores. Y crece soterrada la postura expresada estos días por la hija de Le Pen: 'No tenemos nada que darles a los inmigrantes, no tenemos bastante ni para nuestros compatriotas (...) Aquí no hay ningún Eldorado'.

Pero si no se trata de 'darles', sino de que les necesitamos. Incluso para que paguen las cuotas de la Seguridad Social con que habrán de cubrir nuestras pensiones.

Ivandina llegó de Colombia como aquellos otros coreanos de mi infancia. Entonces eran hombres que dejaban a sus mujeres, hijos y padres en Extremadura para trabajar en la construcción hasta tener el mínimo con que reunir a la familia. Ahora son mujeres que vienen a limpiar nuestras casas y atender las necesidades de los seres más frágiles de nuestra sociedad: niños, ancianos y hombres sexualmente desvalidos.

Ahora Ivandina ha encontrado una casa que limpiar y, en ella, una anciana que atender. Ha tenido suerte, aunque no alcanza a comprender por qué esa anciana no es cuidada por sus propios hijos. En este caso es su hija única, que también vive sola y que sólo viene a verla de visita. La madre disculpa a su hija diciendo que anda siempre muy atareada. Qué extraños son estos europeos. Contratan a extranjeros para cuidar de sus padres porque están ocupados enseñando en una escuela a los hijos de esos mismos extranjeros.

Ivandina piensa que a ella no le sucederá eso. Cuando traiga a su familia de Colombia dará a sus hijos la vida y los estudios que merecen. Cuidará de sus ancianos padres y de sus suegros. Y cuando ella misma envejezca, sus hijos la cuidarán, porque reconocerán todo lo que se ha sacrificado por ellos. Eso es lo que espera y lo que le alienta en sus esfuerzos.

Y yo no me atrevo a quitarle esa esperanza. No le digo que sus hijos crecerán con otros valores y querrán tener su propia vida. Solemos conversar muy a menudo, en casa de mi madre, cuando voy a visitarla.

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