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Columna
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La verja

Antes, las torres en que los elegidos se refugiaban del mundanal ruido eran de materiales delicados como el marfil; hoy, según podemos ver en Sevilla, los constructores recurren a la grosería del hormigón y el alambre. Parte del centro de la ciudad, alrededor del Hotel Alfonso XIII y la antigua Fábrica de Tabacos, ha quedado encerrada en una empalizada que los viandantes sólo pueden franquear en tres puntos, si los hombres con metralleta no aprecian rasgos de terrorismo en sus rostros y les permiten el tránsito. De noche, la verja produce un efecto misterioso; uno ve los viejos monumentos parapetados detrás de tanto metal y cemento y piensa en una tragedia nuclear, en una medida drástica de la Unesco para la conservación del patrimonio. Pero el enigma de la verja consiste en qué busca proteger. Los animales están encerrados en los zoológicos para que no huyan, para que las complicadas condiciones ambientales del mundo no deterioren sus organismos, el valioso pelaje del oso panda o la dentadura del mono albino. Tal vez se podría pensar que los mandatarios del mundo se reúnen en el interior de corrales para evitar su contacto con la muchedumbre y el contagio de enfermedades que no convienen a un jefe de Estado: pero no, resulta que ellos no están encerrados, sino que los encerrados son los de fuera. Levantar la jaula significa vallar toda la Tierra, reunir a todos los ciudadanos en un gran zoológico que ellos se dedicarán a dirigir desde el otro lado de los barrotes. Así se reunirán en Sevilla y decidirán qué dan de comer a unos y retiran a otros, quién va a poder cruzar la verja para cambiar de continente y quién se quedará en casa, quién merece cuidados médicos y a quién le toca valerse por sus propios medios. Y todo con la perfecta tranquilidad del domador que mira a las fieras desde fuera de la jaula.

Uno se acuerda de aquella oda gélida de Ricardo Reis en que dos reyes se dedican a jugar al ajedrez en la terraza de palacio, mientras a sus pies sus súbditos se degüellan, queman ciudades o inician éxodos: nada altera el semblante de los reyes, nada turba su pacífica rivalidad, porque ellos manejan piezas de marfil y poco saben de esas cosas violentas llamadas espadas y sangre. Hay gente que se pregunta por qué estos reyezuelos no eligen para conspirar lugares del mundo donde no molesten a nadie y a donde tampoco lleguen las protestas de los grupos antiglobalización: a saber, la cumbre de un monte o una apartada isla, la misma donde el Doctor Moreau insultaba a la naturaleza con sus experimentos. Pero no, es mejor guardar las formas. Si uno invade Génova o corta Sevilla en dos, todo el mundo sabe que el poder está ahí, que el poder existe y es real, porque en ninguna cosa se muestra mejor el poder que en la arbitrariedad. Reuniéndose en el Himalaya, estos reyezuelos sólo conseguirían que los olvidaran, y su orgullo sufriría sin remedio; plantándose en mitad de una ciudad, estorbando el tráfico, impidiendo a los paseantes elegir la acera que prefieren, consiguen un efecto mucho más satisfactorio: que los animales sepan quién es el domador y dónde está el látigo que les hace obedecer.

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