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Columna
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Especies en peligro

Sin fanatismo, formamos en las filas de cuantos desean preservar cualquier tipo de especie animal, vegetal o mineral. Individuos tenidos otrora como alimañas exterminables, por las que incluso se pagaba tanto la pieza, tal que los lobos, los osos, las panteras, los buitres y otros depredadores, son ahora desvelo para muchas personas, e incluso entidades subvencionadas, con oficinas y página web. De acuerdo, todo ser vivo tiene derecho a seguir siéndolo y figuran en la primera lucha del combate personas de reconocido prestigio, como los juristas. Quizá la hermosa Brigitte Bardot pase a la historia como adalid de focas, visones y gatos y la posteridad olvide su gloriosa época de sex symbol que producía más divisas a Francia que la exportación del Burdeos. O la atractiva Jane Fonda. Ambas han sido admiradas en el cine cuando se cuidaban más de su epidermis que del pellejo de los animales perseguidos.

Cuentan con nuestras simpatías, también, los interesados en ese mamífero de nuestra ralea, tanto los que se inmolan en guerras civiles, tribales o cometen el error de encontrarse en las cercanías de un terrorista suicida, del pelaje que fuera. Los que mueren a manta o son mutilados merced a ese ingenioso invento de las minas antipersona. Sin la plena seguridad y con todas las reservas me atrevería a sospechar que está más protegido el lobo que se merienda a las ovejas, el rinoceronte que atropella al negro y las aves rapaces que apresan al conejo o a la cabra. Hay que felicitarse por la proliferación de beneméritas instituciones cuyos miembros están siempre dispuestos a enarbolar pancartas en pro de seres al borde de la extinción. Sin olvidar, ahora seriamente, la labor de algunas heroicas ONG que ya tienen su calendario de mártires al servicio del prójimo.

Largo exordio para un tema del que se ocupan mentes y plumas más sesudas en la solución de los problemas cotidianos que causan el hambre, la guerra, la depauperación de pueblos enteros. Suelo ir a lo menudo, a lo que está más próximo a mi cacumen y quiero llamar la atención, aunque sólo sea platónica, sobre algunos semejantes, que han convivido entre nosotros y que creo merecen cierto tipo de protección, al menos como el buitre leonado, que está a punto de desaparecer si ya no lo ha hecho. Por ejemplo, los carteristas de antaño, de los que alguna vez he tratado con cierta ternura, que birlaban el billetero al más desconfiado, con suma arte y sin violencia, en los añorados tranvías. Están siendo sustituidos -no puede negarse- por bandas llegadas de fuera, que operan sin la menor delicadeza. Algo habría que haber hecho para resguardar al habilidoso ladrón hispano de finos dedos: alzar fronteras, aduanas, establecer cupos restrictivos para el zafio atracador foráneo. Personas caritativas podrían circular por los andenes o las apreturas del metro, con un distintivo especial, dispuestas a dejarse robar pequeñas cantidades, reembolsables. O sea, considerar al delincuente indígena, más o menos, como al quebrantahuesos, el cernícalo o la raposa.

¿Qué ha sido de los afiladores gallegos que recorrían España a pie, detrás de la rueda, aguzando cuchillos, navajas, tijeras? ¿No merecerían ayuda, patronazgo público o privado? En pocas ciudades se ven ya las castañeras que proporcionaban la calefacción individual para las manos, en el crudo invierno. Quizás los inviernos no son lo que eran. Ni la primavera. Aún podemos ver en alguna esquina el gesto petrificado y meritorio del mimo con la cara enharinada, al que casi nadie hace caso. Incluso han desaparecido -quizás han crecido- los menores que se abalanzaban sobre los parabrisas, en semáforos estratégicamente seleccionados, dispuestos a embarrar los cristales con notable energía y vendernos, por un precio razonable, el paquetito de kleenex. Como alternativa, hemos de sortear en muchas calles madrileñas la exposición de chales, camisetas, discos compactos, la buhonería, en absoluto sumergida y bien a la vista, que esparce un nutrido y disciplinado ejército de subsaharianos. Ese 'quien corresponda' debería hacer algo por los ejemplares exóticos que un día desaparecen de nuestra vista. A mi modesto entender tienen tanto derecho a la protección los carteristas, las castañeras, el afilador -o más- que las aves carroñeras, aunque escandalice a nuestra sorprendente y confortable moral cristiana. ¿Elegiríamos entre una morsa y un ratero?

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