Enfermedades del poder
Sabemos que las libertades, como los metales, se oxidan expuestas como están a los agentes de la intemperie, es decir, a los ácidos, a la corrosión del medio ambiente. Pensar en que una vez lograda su proclamación en el texto constitucional todo se ha consumado es ignorar que nada sucede en el laboratorio, que todo se verifica en unas condiciones de presión y temperatura que sufren alteraciones porque las circunstancias son cambiantes. Por eso clamaba Claudio Magris, en su entrevista del pasado domingo con Soledad Gallego-Díaz, que el mundo nunca ha estado más necesitado de política, cabe decir del compromiso cívico de cada uno de nosotros.
Hay que reconocer las limpias legitimidades democráticas obtenidas en las urnas, pero atender también a sus límites. Cuando los socialistas ganaron el 28 de octubre de 1982, algunos de los vencedores pensaron que su victoria era extrapolable de modo indefinido en todas direcciones y que las instituciones, cualquiera que fuera su naturaleza y su ámbito de actuación, debían someterse a ese resultado electoral de forma que cualquier autonomía de comportamiento en la concejalía de un pequeño municipio, en la gerencia de un hospital público, en la patronal, en las centrales sindicales o en el Poder Judicial, por citar algunos ejemplos posibles, se percibía como una resistencia impropia a la voluntad popular.
Esa pretensión ha sido heredada después, a partir de su mayoría absoluta de marzo de 2000, por el Gobierno popular de José María Aznar. Es cierto que las instituciones suelen poner cara de circunstancia, pero cada una corre en su propio circuito y la mayoría electoral obtenida por un partido es imposible imponerla mecánicamente ni siquiera en el Parlamento. La oposición debe ser tenida en cuenta, su función de control al Poder Ejecutivo es saludable y los ciudadanos esperan que se cumpla. Es bueno que los trabajadores confíen en los sindicatos a quienes encomiendan la defensa de sus derechos laborales y que los rectores defiendan la autonomía y el prestigio de sus universidades y que los magistrados ejerzan sus funciones, aunque de ese ejercicio independiente resulten molestias para el Gobierno.
Carece de sentido que cunda en los ámbitos aznaristas la idea de que fuera de la sumisión todo es execrable, que volvamos a las ideas cainitas de España y la antiEspaña. La coherencia inflexible es la pendiente del enfrentamiento. Hay que sostener los espacios de consenso. Decía Jaime Montalvo, presidente del Consejo Económico y Social, que el diálogo parecía ser una valiosa adquisición del conjunto del país, que hace veinte años suspirábamos por tener unos sindicatos como los alemanes mientras que en los últimos tiempos eran los alemanes quienes suspiraban por unos sindicatos como los nuestros. Ahora se prepara una voladura de muchos de estos logros sin que se sepa bien a cambio de qué.
Además se anuncia una activa etapa denigratoria. Quienes discrepen deben prepararse para ser sometidos al escarnio público por la orquesta mediática del Gobierno. Así, pronto nos enteraremos de que las centrales sindicales abusan de los fondos de formación profesional y que los obispos tienen mucho que callar como antes supimos que los rectores eran progres trasnochados como si todos los desafectos merecieran ser arrojados a las tinieblas exteriores donde se da el llanto y el crujir de dientes. De todas maneras, cuanto antes refieran esas negruras mejor. Pero quienes, como Aznar, multiplican sus visitas a la sede de la Conferencia Episcopal o a las reuniones eclesiásticas de ámbito eurolatinoamericano de días atrás en El Escorial en busca de la foto y del aplauso debieran calcular la invalidez de esas aclamaciones si esas mismas asambleas carecieran de la capacidad de disentir.
Mientras, en política, como en los toros, el aficionado exigente se pregunta dónde está el líder de los socialistas, esa figura de la fiesta que aspira a ser José Luis Rodríguez Zapatero. A su ausencia se atribuye la proliferación de iniciativas de obispos y sindicatos, porque la naturaleza tiene horror al vacío. En todo caso, el primer deber de la oposición es el de asegurar un espacio para la discrepancia, para el disentimiento racional. Hay un déficit de fotosíntesis, base de la función clorofílica, que sólo se desencadena cuando la luz impacta sobre células fotorreceptoras. Luz y taquígrafos y algo más de fotosíntesis.
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