Ejército, Iglesia y Movimiento
Los pilares del pasado régimen que feneció, agotado en sí mismo, pero también por el esfuerzo y el sacrificio de una minoría de personas que se opusieron a él, lo constituyeron el Ejército, la Iglesia y el Movimiento Nacional. Lo que se destaca hoy en día es la tesis de que el régimen se acabó por agotamiento interno, en una paulatina evolución interna; pero se debiera apreciar que éste no se hubiera desmantelado si desde fuera de él esa minoría hoy excesiva e injustamente criticada por sus ensoñaciones, dogmas, prejuicios, errores y utopías no le hubiera hecho frente.
No fue ajeno a esa lucha que el Movimiento se fuera desmovilizando, que la Iglesia, en parte, se fuera apartando, y que sólo quedara, al final, el Ejército como garante de aquella dictadura personal. De todas maneras, lo cierto es que aquella troika funcionó cuarenta años, muchos más años que los fascismos derrotados en Europa. El papel de la Iglesia, en general, fue de soporte de aquel régimen conservador. Los intereses propios y su doctrina contra el liberalismo y el laicismo le llevaron a apoyar una opción nacionalista, reaccionaria, en la que la libertad del individuo no sólo se veía eliminada por la represión política, sino también por la labor del magisterio de la Iglesia.
El claro rechazo de los obispos vascos a la reforma de la Ley de Partidos Políticos recuerda demasiado a la actitud política de la Iglesia respecto a la II República, su identidad con las clases conservadoras y su vocación hacia los sistemas comunitaristas de naturaleza, a la postre, autoritarios. Ninguna sensibilidad ante la necesidad y funciones del Estado moderno, poca piedad ante el individuo acosado por el sistema dominante en Euskadi, cuando ese acoso es consecuencia de las limitaciones impuestas por el nacionalismo al Estado, aquí en Euskadi. Y cuando ese individuo, a su vez, sólo puede acceder al estatus de ciudadano si un Estado moderno vela por sus derechos.
Por el contrario, la piedad se vierte sobre el victimario, porque forma parte de la propia comunidad, la comunidad nacionalista, hasta el extremo del adoptar un compromiso político contra una ley que puede favorecer la limitación de poder de los que apoyan el terrorismo. Es un acto solidario y que refuerza el ánimo de los que justifican a ETA o la apoyan, y cuya consecuencia -por otros actos similares, no sólo de la Iglesia- está más que contrastada: el enquistamiento del terrorismo. De nuevo, la participación trascendente de la Iglesia católica formando parte del sistema comunitarista, junto a los radicales violentos, garantes y promotores del sistema dominante en Euskadi, el mundo de ETA y el movimiento nacionalista en general.
Demasiado conocido -lo conocimos durante cuarenta años-, pero demasiado fácil de rebatir y rechazar por parte de sus impulsores bajo la justificación y la creencia de que todo eso son sus adversarios. A ver si en realidad, creyendo combatir a un nacionalismo totalitario español que ya desapareció, lo que se está creando es exactamente lo mismo que lo que se dice combatir. Suele pasar, pero es muy difícil hacérselo ver a los que se enrocan y se justifican en un adversario que no existe, y por no existir lo pueden definir con todo tipo de detalle. Vaya Sancho a explicarle a su amo que no es un gigante sino un molino.
Existen demasiados síntomas de que Euskadi tiende a imitar la vieja España abolida por una Constitución que desde el nacionalismo, precisamente, se rechaza. Imitar esa vieja España deslegitamando continuamente en todos sus aspectos al Estado democrático que surgió. Después de veinticinco años de experiencia, se puede sospechar que el comportamiento anticonstitucionalista del nacionalismo vasco hubiera sido el mismo por más avanzada o diferente que fuera la Constitución, y el mismo contra cualquier Estado que velara por ella. Lo que vivimos -disfrácese con los ropajes que se quieran, desde la insurrección zapatista a la liberación palestina, que cada vez quedan menos ropajes-, es una profunda reacción política, moral, ética y cultural, en la falsa creencia de que la insurgencia en sí no puede ser reaccionaria, cuando en la mayoría de las ocasiones históricas lo ha sido. Y obnubilada la Iglesia ante una grey anticonstitucional y nacional católica, e inspirada por su planteamiento originario (su pecado original) de enfrentarse al poder político salvo que sea confesional -especialmente contra el Estado liberal- se acomoda en el comunitarismo insurgente, que es conservador, y acaba escandalizando al ciudadano de este mundo: al ciudadano con escolta o ya en el exilio, que la vuelve a encontrar en el mismo sitio de la troika absolutista de la vieja España.
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