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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Política como religión (y viceversa)

Diputados que representan al 93% de los electores votaron ayer la nueva Ley de Partidos, en plena polémica por el pronunciamiento de los obispos vascos contra la ilegalización de Batasuna que esa ley haría posible. La reacción del Gobierno frente a esos obispos, con exigencia de intervención de la Conferencia Episcopal y del mismo Vaticano, está resultando de una considerable torpeza por su desmesura.

La ley, que ahora pasará al Senado, pudo haber sido aprobada con los votos exclusivos del PP, que tiene mayoría absoluta. Sin embargo, ¿habría tenido la misma legitimación democrática? La negociación entre los partidos ha permitido afinar el texto mediante enmiendas pactadas que han eliminado ambigüedades y reforzado su legitimación para el momento en que pueda ser utilizada para la ilegalización de una formación con miles de votos detrás. Aun así, la ley sigue siendo rechazada por el nacionalismo y los obispos vascos. El portavoz del Gobierno de Vitoria, Josu Jon Ímaz, utilizó ayer un argumento que ya aparecía en la pastoral: que su opinión contraria a la ilegalización es compartida por la mayoría social vasca.

Lo es por la mayoría nacionalista, pero eso no anula necesariamente los argumentos en favor de intentar poner fin a la impunidad de Batasuna como parte del proyecto de intimidación social encabezado por ETA. El punto de vista moral puede coincidir o no con la mayoría. En la Alemania de los años treinta no coincidía. Y ni siquiera la incertidumbre sobre los efectos de la ilegalización es argumento suficiente contra ella. Porque habría que comparar esos efectos con las consecuencias de no hacer nada: de consentir los abusos cometidos al amparo de la legalidad.

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Las opiniones de los obispos vascos son políticas y, en cuanto tales, criticables. Pero el Gobierno ha reaccionado de la peor manera posible. Desfigurando sus posiciones y criticándolas desde una pespectiva moral más que política. Los obispos no han dicho, como simplifica Aznar, que 'lo mejor para las víctimas es que los criminales anden sueltos'. Si lo hubieran dicho, no sólo se trataría de una posición política criticable, sino, efectivamente, de una 'perversión moral'. Pero no lo han dicho. Y pretender que un Estado extranjero, la Santa Sede, se pronuncie contra tales excesos es una iniciativa que sólo puede servir para engordar el ego de algunos curas radicalizados.

Tampoco es prudente exigir un pronunciamiento de la Conferencia Episcopal Española. Si era inconveniente que los prelados vascos se pronunciasen sobre la Ley de Partidos, también lo es que lo hagan los demás obispos españoles. Contraponer la legitimidad del ámbito episcopal vasco de decisión a la del ámbito español de lo mismo es el sueño de esos curas aberzales que han firmado un manifiesto en favor de la autodeterminación de Euskal Herria. Por esa vía seguiríamos en aquello que Unamuno denunció en su día, pensando precisamente en sus paisanos: la práctica de la religión como política y de la política como religión.

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