El pequeño cosmopolita
Vengo en proponer un humilde universalismo que descubrí de casualidad a los diez años, que fue cuando compré un mapa que me costó ocho pesetas en una librería que regentaba un hombre muy rubio que había sido boxeador en su juventud; un hombre al que años después le compré mis primeros libros no de texto, que siempre eran de la editorial Alianza, mi particular universidad; y todo esto pasó en una pequeña ciudad del norte demasiado famosa en estos días; la ciudad donde nació Nevenka. Este universalismo que vislumbré en un mapa barato, pegado con chinchetas a la pared de mi cuarto, que mi madre había empapelado (era la moda), vino a buscarme del modo más apasionante y leve a un tiempo: me cautivó con las palabras. Desde los topónimos que ya me intrigaban de sólo leerlos: Coimbra, Finisterre, Luarca, Sos, Zarauz, Almagro, Reus, Denia. Es un misterio, pero sucedió así. Aquellos nombres me sugerían todo lo que yo, entonces, podía anhelar: aventuras, viajes en tren, niñas guapas, cuentos que alguien contaría. A partir de los topónimos me hice, sin saberlo, una especie de niño republicano que ya tenía este sentimiento, para muchos hoy todavía incómodo, imposible o absurdo: el de un pacífico interés por la península y sus archipiélagos. El deseo, más tarde cumplido, de vivir en diferentes lugares de aquel país que Cervantes o Maragall, Rosalía de Castro o Unamuno, García Lorca o Miguel Hernández llamaron, sin temor, España. Reivindico ese cosmopolitismo ibérico. Es un camino fácil de recorrer. No es caro y puede transitarse, democráticamente, en fines de semana, en vacaciones, también en los libros. Consiste en algo tan sencillo como sentir curiosidad y respeto por los cinco brazos de la realidad ibérica: lo gallego, lo portugués, lo vasco, lo valenciano (o catalán) y lo castellano. Con eso no basta, claro, pero uno ya empieza a enriquecerse desde lo más cercano. De dentro a fuera. Debo añadir que es un sentimiento cívico, nada identitario; ajeno a los patriotismos y a quienes los instrumentan.
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