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Columna
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La soledad de Cernuda

Corre el mes de abril de 1937. Luis Cernuda, obsesionado con el asesinato de Lorca, compone en Valencia una elegía al amigo añorado. Poema desgarrado, terrible. Tal vez el más desgarrado y terrible de cuantos se dedicaron -y eran centenares- al genio inmolado.

Cuando A un poeta muerto (F.G.L.) se publicó unas semanas después en Hora de España, la gran revista republicana, una nota lacónica explicaba que, 'por desearlo así el autor', la 'versión' del poema allí dada a conocer era 'incompleta'. En realidad, sólo le faltaba una estrofa, la más comprometida. Me cuesta trabajo creer que expurgación tan brutal se hiciera por deseo del poeta. La estrofa suprimida dice: 'Aquí la primavera luce ahora./Mira los radiantes mancebos/Que vivo tanto amaste/Efímeros pasar juntos al fulgor del mar./Desnudos cuerpos bellos que se llevan/Tras de sí los deseos/Con su exquisita forma, y sólo encierran/Amargo zumo, que no alberga su espíritu/Un destello de amor ni de alto pensamiento'. Quitados estos hermosos versos, la elegía quedaba mucho menos comprometida... y Lorca mucho menos gay.

No había sitio para homosexuales ni en la España republicana ni en la otra.

Todo esto lo he recordado al leer unos comentarios de Eduardo Mendicutti sobre la exposición de Cernuda actualmente abierta al público en la madrileña Residencia de Estudiantes. Como señala el periodista, en el acto de presentación de la misma sólo Manuel Chaves tuvo la honradez de referirse a la homosexualidad del poeta sevillano, homosexualidad angustiada -gracias a la sociedad circundante- sin la cual ni Cernuda es Cernuda, ni su poesía la que tenemos. Según Mendicutti, pasó lo mismo unos días después -y ello es más grave- cuando participaron en una mesa redonda sobre el autor de Ocnos un grupo de poetas, y sólo Luis Antonio de Villena insistió sobre la necesidad perentoria de tener en cuenta la marginalidad sexual del sevillano a la hora de evaluar su obra.

Todavía estamos sin una biografía en condiciones de Cernuda, lo cual es muy de lamentar. Entretanto, la muestra de Madrid nos acerca dignamente al hombre, e incluye fotografías de gran interés. Llama la atención la exquisitez de Cernuda en el vestir -en una época en que todos iban muy peripuestos-, y la inmensa felicidad reflejada en la instantánea que le capta entre las olas de Málaga, en 1933, con un amigo, Gerardo Carmona, de quien confieso no saber nada. En otra foto mis ojos han visto por vez primera a quien fue uno de los predilectos de Cernuda, el joven ferrolano Serafín Fernández Ferro.

Hace ya unos años, Fernando Ortiz recordaba la extremada timidez de Cernuda -que se ruborizaba por un quítame allá esas pajas-, y contaba que incluso llegó a temer tanto el indiscriminado contacto humano que se cortaba él mismo el pelo. He abandonado la Residencia bajo la impresión, sobre todo, de la intensa soledad del hombre, de su casi permanente condición de insatisfecho radical. Ningún poeta de idioma español ha expresado con tanta nobleza, con tanta franqueza, con tanta fiereza, el derecho del individuo a vivir su vida. Y, sobre todo, el derecho de los que, no por elección propia, aman de manera distinta.

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