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País sin nación

¿Hay alguna salida para el desastre argentino? La pregunta sale al encuentro de cualquier viajero que vaya desde Buenos Aires a Europa o los Estados Unidos. Hace menos de diez años, el argentino promedio tendía a pensar que su país estaba en la imaginación de toda persona inteligente, tal vez por los pases de ilusionismo con que Carlos Menem lo había convencido de que la desolada patria formaba parte del Primer Mundo. Ahora la Argentina está de veras en la imaginación de muchos, no por el esplendor pregonado sino por la miseria que fluye donde menos se la espera.

¿Hay alguna salida? Si el viajero cuenta lo que aparece a primera vista, nadie diría por qué se habla tanto de ruinas y tragedias. A la luz del día, las ciudades no parecen tan diferentes de lo que eran seis meses atrás. Unos pocos restaurantes de fama siguen casi tan llenos como antes; en las librerías y los cines, aunque ha disminuido la oferta de títulos extranjeros, el apetito por aprender y mirar se conserva vivo. Los taxis eran ya relativamente baratos cuando el valor de un peso equivalía al de un dólar. Ahora que el peso se cotiza tres a cuatro veces menos, es difícil entender cómo no pierden dinero. Un conductor que trabaja quince horas revela su secreto: el taxi le deja una ganancia mensual promedio de ochenta dólares. 'Yo no tengo vida, pero mis hijos van a la escuela y comen', dice en tono de disculpa.

Se oye hablar con temor creciente de algunos secuestros rápidos -nadie sabe cuántos-, que consisten en encerrar a un conductor entre dos vehículos y llevarlo a su casa o a la de sus parientes, en busca de dinero para el rescate. Conocí un par de casos: uno de los secuestrados se resistió y le destrozaron la rodilla de un balazo. Dos vecinas de mi casa, en San Telmo, trabajan como voluntarias en ollas populares en Ranelagh, Berazategui y La Matanza. Ayudan a recoger los alimentos que desechan los supermercados para servir uno o dos guisos semanales a bandas de chicos cuyas familias viven en un estado de pobreza extrema. Eligen a los más desvalidos, a los que tienen entre dos y seis años, porque las raciones no alcanzan para los mayores. En Tucumán, la provincia donde nací, la desnutrición infantil llega en algunos distritos a 40%. He visto fotos de criaturas agonizantes que sólo se podrían comparar a las de Biafra o Somalia, hace ya décadas.

Por las noches, el paisaje cambia. Quién sabe cuántas veces ya se ha contado todo esto, pero es preciso volver a contarlo, porque la sorpresa es interminable. En la calle Florida a eso de la una de la madrugada y en los alrededores de la Recoleta antes del alba o, apenas oscurece, en las grandes avenidas de Belgrano o de Flores, hay innumerables familias clasificando los contenidos de las bolsas de basura y llevándose todo lo que se puede comer o revender. Se necesita cierta destreza para navegar, con las manos sin protección, entre latas infectadas y pedazos invisibles de vidrio. En el afán por sobrevivir, ya todos parecen haber olvidado cómo vivir.

Algunas provincias están regidas por mafias que controlan los casinos, la prostitución y las drogas clandestinas. En casi todas ellas, las mafias están entretejidas con los Gobiernos regionales, a los que benefician con su protección mientras son beneficiados por jueces distraídos. Se las conoce, pero pocos se atreven a nombrarlas. Cuando uno de los grandes diarios provinciales insinuó una denuncia, su fachada y sus ventanas fueron barridas a balazos.

Las desarmonías son tan pronunciadas, tan incurables, que sólo una reforma sustancial de la Constitución que se sancionó en 1994 -y que permitió la reelección presidencial de Carlos Menem- podría, tal vez, sacar a la Argentina de su tenaz pantano. Pero esa ilusión parece difícil en un país que ni siquiera lleva adelante las reformas políticas sobre las que ya se ha puesto de acuerdo: reducir la estructura del Estado, limitar los gastos en el Congreso, eliminar el voto de listas completas, bajar el número de los diputados. Hace apenas tres meses, el juicio político a los jueces de la Suprema Corte parecía una cuestión resuelta. Ahora, algunos de esos jueces lograron inquietar con sus fallos al presidente Eduardo Duhalde, y es posible que el juicio se disuelva en humo, como casi todo.

La Constitución sanciona el libre derecho de los argentinos a trabajar y a disponer con libertad de sus bienes, pero ésa es letra muerta: el corralito, como se sabe, mantiene incautados todos los depósitos, y no hay otra ley que el arbitrio de los bancos. En cuanto al derecho a trabajar, eso parece un chiste. Un tercio de los argentinos que quiere hacerlo no puede ni hay esperanzas cercanas de que pueda.

Si hubiera al menos un atisbo de armonía o un presidente que se haya ganado el respeto general, los caudillos grandes y los pequeños no estarían disputándose a dentelladas los despojos del país. Los Gobiernos se sucederían sin que fueran tocadas las instituciones ni sus gerentes y un natural proceso de decantación permitiría elegir a administradores inteligentes y letrados como los que han logrado tener Chile, Brasil y Uruguay. Pero no es así: cualquiera que caza al vuelo un trozo de poder se apresura a cambiar todo lo que hizo el anterior y a medrar con rapidez.

En los últimos seis meses, la Argentina ha reemplazado al menos diez veces su elenco de funcionarios, pero no ha modificado sus hábitos anárquicos. El historiador Tulio Halperín Donghi observó con agudeza que el país está regido por señores feudales, como en el primer Gobierno de Juan Manuel de Rosas, hace 170 años. Pero, a diferencia de entonces, nadie sirve de árbitro, y tanto el peronismo dominante como las otras fuerzas políticas se dividen en infinitas facciones, casi todas inconciliables. Así, a la economía devaluada se suma un liderazgo político en caída libre.

Según lo revelan las últimas encuestas, un altísimo porcentaje de los argentinos querría que se anticiparan las elecciones, pero cualquier movida rápida o violenta podría ser fatal, porque lo que aún queda en pie de la nación está prendido con alfileres. La inercia de los hechos parece deslizarse, sin embargo, hacia esa decisión extrema. Un Gobierno legitimado por votación popular tal vez podría quitarse de encima a los sectores más corrompidos y parasitarios de la clase política. ¿Tal vez? Lo más seguro es que una

purificación de los corruptos, si alguna vez sucede, tarde años y nunca sea completa. Ya sería suficiente repudiar a los que, aun absueltos por una justicia dudosa, se sabe que esquilmaron a la Argentina a través de contratos y ventas tramposas de los bienes comunes, comisiones de escándalo y pactos políticos en los que el espíritu de partido estaba por encima del espíritu de nación. Aun así, los que sustituyan al Gobierno actual tendrían que lidiar con las incesantes exigencias del Fondo Monetario Internacional, con la insumisión de los gánsteres provinciales y con la desmoralización de un país que se desespera por creer en el futuro, aunque no sabe cómo es ese futuro ni con quiénes podría afrontarlo.

Nada es tan antipático como el pesimismo en esta etapa de la vida argentina, ¿pero qué argumentos habría para no ser pesimistas? ¿Un proyecto serio de reconstrucción nacional? ¿Un gobernante creíble, que pueda cumplir con lo que promete, aunque sea sangre, sudor y lágrimas? ¿Jueces y legisladores sin avidez de privilegios? ¿Funcionarios capaces de desenmascarar los latrocinios de sus pares sin miedo a ser desenmascarados ellos mismos? Esa Argentina es remota por ahora: remota e inverosímil.

¿Hay todavía un país? Ésa es otra de las preguntas que oyen los viajeros. Hay un país, por supuesto. Pero es de soberanía dudosa, sin justicia social y con una infinita riqueza enajenada. Lo que no hay, por lo tanto, es una nación; es decir, una comunidad de intereses, un proyecto en el que todos puedan confiar. Se tardó más de un siglo en construir esa comunidad. Quién sabe cuánto llevará ahora salvar de la destrucción lo que aún queda, y empezar de nuevo.

Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino, ganador del V Premio Alfaguara de Novela con El vuelo de la reina.

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