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Tribuna:SOBRE LA IDENTIDAD VASCA
Tribuna
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Construcción nacional y democracia liberal

Afirma el autor, que la política nacionalista en el aspecto cultural, es radicalmente ilegítima en una democracia liberal

Hace ya bastantes años que se publicó un estudio sociológico organizado por Javier Elzo sobre las percepciones existentes en nuestra sociedad acerca de los requisitos para ser vasco. La respuesta mayoritaria era la de que se consideraba vasco a todas aquellas personas que vivían y trabajaban en Euskalherria y que querían serlo, es decir, que aceptaban los elementos culturales característicos del propio pueblo vasco. Del resultado de la encuesta sacaba el citado sociólogo una conclusión muy positiva: que la definición social vigente entre nosotros de lo que significa ser vasco era enormemente flexible, abierta y voluntaria, puesto que para serlo bastaba, en definitiva, con quererlo.

Sin embargo, a poco que se reflexionase sobre los resultados de la encuesta, su inicial valoración positiva se tornaba más bien en muy problemática. En efecto, para querer algo es preciso identificar ese algo, pues la voluntad requiere la concreción de su objeto como condición operativa. Lo que significa, en nuestro caso, que sólo era posible el deseo vivencial de ser vasco si previamente el sujeto contaba con un concepto de la vasquidad, con lo que la cuestión tendía a convertirse en la famosa pescadilla.

En definitiva, que el inicial voluntarismo de la definición de ciudadanía escondía la necesidad de una definición identitaria previa, definición que sólo el poder social hegemónico puede difundir e implantar en el imaginario societario. Con lo que, en el fondo, el simpático voluntarismo de Javier Elzo nos revelaba una realidad mucho menos atractiva: la vigencia social de una definición identitaria del vasco. Y que esta definición actuaba como arquetipo de ciudadanía, de forma que sólo quienes se ajustaban a tal arquetipo, o por lo menos querían ajustarse a él, eran vascos.

Resulta paradójico constatar que las definiciones legalistas y abiertamente imperativas de la nacionalidad (son españoles forzosamente todos los habitantes del país) resultan ser en el fondo menos impositivas que las aparentemente voluntarista (son vascos los que quieran serlo). Las primeras no exigen la adhesión personal a ningún modelo identitario, modelo que resulta superfluo en su esquema: todos los habitantes son ciudadanos, lo quieran o no (como exclamó Cánovas 'son españoles los que no tienen más remedio que serlo'). Las segundas, bajo el velo de la libre adhesión ocultan el núcleo duro de una definición étnica.

Lo anterior viene a cuento de las últimas declaraciones del lehendakari Ibarretxe: el euskera es un elemento fundamental de la vasquidad, nos dice. Sin el vascuence no existiría el pueblo vasco, añade, porque en la definición de éste entra como esencial el elemento lingüístico. Por ello, todos debemos desear esa lengua. Y para suscitar ese deseo, cuando no nace espontáneamente, están los estímulos para el interés propio que desde el poder pueden crearse.

Forzoso es reconocer que, en último término, el lehendakari no está sino recordándonos una afirmación que aparecía ya en el artículo 6 del Estatuto de Autonomía: 'El euskera es la lengua propia del pueblo vasco'. Afirmación ésta que contiene una carga de significado mucho más honda de lo que parece y que constituye el fundamento mismo de la política de construcción nacional en lo cultural. En efecto, es obvio que el pueblo vasco existente no tenía ni tiene como propia esa lengua, puesto que la mayoría no la comprende ni la emplea. Entonces, una de dos, o el pueblo vasco de que habla el Estatuto no es el pueblo real existente, o bien lo que sucede es que el Estatuto emplea el verbo ser en un sentido performativo, es decir, donde dice es quiere decir realmente debe ser. Mediando esta interpretación el precepto adquiere su auténtica fuerza normativa: nos dice lo que debe ser, crea un modelo al que el pueblo real debe ajustarse. De ahí nacen las políticas de normalización, es decir, las que persiguen ahormar al pueblo realmente existente con la definición de pueblo adoptada por el legislador estatutario.

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Ahí tenemos, en síntesis, los dos elementos esenciales de una política de construcción nacional stricto sensu: en primer lugar, una definición cultural identitaria de la nacionalidad y de la ciudadanía. En segundo, su imposición a los ciudadanos, manipulando desde el poder la gama de estímulos y sanciones a su alcance para conseguir que el ciudadano opte voluntariamente por asumir esa identidad.

Pues bien, hay que decir con toda claridad, por mucho que sea a contrapelo de lo políticamente correcto, que esa política de construcción nacional es radicalmente ilegítima en democracia. Afirmación que suscitará la incomprensión indignada de muchos puesto que, ¿cómo puede ser ilegítimo lo que ha decidido una mayoría? Y que, sin embargo, es bastante obvia si se recuerda que en Occidente no vivimos en una democracia a secas, sino en democracia liberal. Democracia ésta caracterizada por un elemento genético estructural: la restricción del poder al ámbito de lo público, y la consiguiente prohibición de inmiscuirse en la esfera privada de los súbditos.

Este ámbito sagrado tiene como contenido nuclear la definición de 'vida buena' a que cada uno aspira. Y la opción sobre los rasgos culturales de las personas, y señaladamente el idioma que emplean, pertenece también en gran medida al ámbito de las decisiones privadas y espontáneas, que ninguna política ejercitada desde el poder puede intentar manipular o transformar en aras de la consecución de un modelo de ciudadano previamente estereotipado por ese mismo poder.

Incluso si esa definición política se ha efectuado mayoritariamente; por la sencilla razón de que el ámbito privado no está a la disposición de las decisiones de la mayoría, sino que se configura precisamente como un límite para el poder, para todo poder. No se trata, como decía Ortega, de una cuestión atinente al sujeto activo del gobierno (que lo es la mayoría de los ciudadanos en democracia), sino relativa al ámbito del poder (lo que no puede lícitamente mandarse, sea quien sea el titular del gobierno). Por eso la construcción nacional, en su aspecto cultural, atenta al corazón mismo del liberalismo.Y por eso el nacionalismo, al definir un modelo de vasquidad y tratar de plasmarlo desde el poder, demuestra su alejamiento, tanto en los principios como en la praxis, de la democracia.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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