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Crónica:EQUIPAJE DE BOLSILLO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Elogio del libro de bolsillo

Cuentan que los primeros cristianos, para poder transportar discretamente los textos de su nueva religión, decidieron plegar el engorroso rollo de papiro romano y reducirlo así a un libro de bolsillo. Si fueron ellos, o si fue Julio César quien parece que así enviaba sus crónicas a sus corresponsales, poco importa, pero aquel práctico gesto se ha valido la gratitud de cientos de millones de lectores. Los altos códexes encuadernados de la Edad Media y del Renacimiento, algunos tan inmensos que necesitaban ruedas para poder ser transportados, otros aristocráticamente altivos tras trabajadas encuadernaciones, obligaban al lector a cierta distancia jerárquica; los octavos que fueron habituales a partir del siglo XVIII mantuvieron algo de aquel prestigio de altura. Este prestigio, horresco referens, se conserva aún hoy en la mayor parte de los suplementos literarios, entre los cuales Babelia es una lúcida excepción. Un libro de bolsillo, parecen creer los editores, no es un libro sino un subproducto del libro, plebeyo y disminuido. Los lectores, por supuesto, saben que no es así, que las virtudes de un libro, más allá de sus palabras, se hallan en su habilidad de acompañarnos, de ser discreto, de plegarse a nuestras obligaciones y caprichos, de nunca abandonarnos por razones de peso o de costo o de espacio. Ser 'de bolsillo' es una calidad que, en lo que a un libro se refiere, lo convierte en parte de nuestro cuerpo, como lo será, después de leído (es san Agustín quien lo dice), de nuestro espíritu. Para aquellos primeros cristianos, el libro de bolsillo debía contener, ya en su forma misma, la promesa de comunión.

En La importancia de llamarse

Ernesto, Algernon le pregunta a Jack por qué su supuesta tía se hace llamar 'tu pequeña Cecily'. Jack responde indignado: 'Hay tías que son grandes y tías que son pequeñas. Quiero creer que esto es algo que una tía puede decidir por sí misma'. Vale la misma observación en el mundo de los libros. Está muy bien que el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia (a propósito del cual, recordaba Borges, Groussac decía que 'chaque édition fait regretter la précédente') sea un imponente mamotreto porque si no, pocos lectores se darían cuenta de su prestigio. Pero para los libros que de verdad nos gustan, para esas obras íntimas que nos queremos llevar a un solitario café, de viaje al mar o a la cama, conviene esa talla menor ajustada el espacio de la mano, humilde y amistosa, de los libros de bolsillo.

Libros de bolsillo han jalonado mi vida, empezando con los pequeños volúmenes de los cuentos de Beatrix Potter y siguiendo con los minúsculos cuadernos de la colección Calleja. Luego, para los lectores de mi adolescencia, vinieron los infinitos tomos de Losada y Austral, los primeros anaranjados o grises según el género, los segundos violetas, rojos, azules y de no sé cuántos colores más, todos impresos en un enfermizo papel amarillento que se ajaba a los pocos meses y parecía alimentarse de polvo. A pesar de sus desaliñadas impresiones, entre esas dos series se repartía casi toda la literatura universal: desde los grandes poetas españoles del siglo XX hasta los oscuros cuentos de Jan Neruda y Andréiev, desde los cronistas de Indias a los diarios de Amiel y María Bashkirtseff. No conozco otras colecciones tan eclécticamente generosas.

En alemán, me acompañaron desde temprano los libros de bolsillo de Suhrkamp Verlag, cada uno de un color brillante distinto, de manera que la estantería que los alojaba parecía un arco iris. En francés, brindaron su amistad borrosos livres de poche que, junto al vino, el pan y la leche, habían sido declarados 'artículos de primera necesidad' en la Francia de André Malraux. En inglés, los clásicos tomos anaranjados de Penguin, los verdes de su serie policiaca y los azules de Pelican salpicaban (salpican aún) mi biblioteca. Recuerdo también las ediciones de bolsillo de Pan Books de brillantes colores sobre fondo negro que trataban de atraer al lector ingenuo con promesas de erotismo. Mikey Spillane y Elizabeth Bowen, Erle Stanley Gardner y André Gide compartían en las cubiertas de Pan un mundo de mujeres de amplio busto y hombres de notable musculatura. Recuerdo una edición del Oliver Twist de Dickens en la que, supuestamente ilustrando el célebre episodio en el que el hambriento niño se atreve a pedir más sopa, la cubierta mostraba a un Oliver más bien crecidito rodeado de rozagantes hosteleras de escote bajo, y una faja que rezaba: '¡Más! ¡Quería más! ¡Era insaciable!'.

Hoy, cuando la velocidad y la

simplicidad son falsos valores económicamente establecidos, el libro de bolsillo renace porque parece prometernos una lectura rápida y fácil. Cualesquiera sean las razones, el resultado es admirable, y ahora nuevas ediciones de bolsillo permiten al lector que desea poder estar a solas con un libro en cualquier lugar donde se halle, una vasta cordial selección. Cada semana, el lector que descree de las virtudes del tamaño, puede perderse a gusto en colecciones como Suma de Letras, que ofrece al lector la compañía de José María Merino o Manuel Rivas; Fábula, que le propone el diálogo con Luis Sepúlveda o Jorge Semprún; Compactos, que le invita a conocer a Martín Gaite o Bryce Echenique; las bibliotecas temáticas del Libro de Bolsillo de Alianza, que le brindan la memoria del pasado y del presente, de las sagas de Arturo y Homero a las mitologías de Borges y Kadaré. En estos días en los que resulta tan fácil olvidar los lazos que nos unen a los demás seres humanos, y que las constantes mentiras del dogma y del prejuicio nos separan implacablemente los unos de los otros, inventando soledades, conviene recordar la frase que el lúcido John Adams dirigió en 1781 a su hijo: 'Nunca estarás solo si llevas a un poeta en el bolsillo'.

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