Especies y espacios
Creí equivocadamente que era un efecto del breve chaparrón que refrescó la mañana de ayer. No sé si hoy permanecerá igual, o si habrá sido sólo flor de un día de mayo. Lo cierto es que ayer tuve la suerte de acercarme a ese espacio tan singular que conforman el edificio de la Fábrica de Tabacos, la sede de La Lanera y la antigua Casa de la Lactancia. Los tres edificios se dan cita en la intersección de la calle Muñoz Seca con la de Amadeo de Saboya. El lugar tiene interés arquitectónico. Los tres inmuebles forman un conjunto bastante bien conservado. Es de lo poco que queda del modernismo de la Valencia de la Exposición Regional.
Pero lo singular del espacio vislumbrado ayer no era tan sólo la impronta de las fachadas. Ni tampoco sus interiores, alguno de los cuales ya se ha convertido, con el impulso de la alcaldesa, Rita Barberá, en privilegiado espacio para el negocio hotelero. No. Ayer, lo sorprendente no era tanto lo que se veía, sino lo que no se veía. El metro, invisible, obró el milagro. Hasta allí han llegado las obras de construcción de la nueva línea y justamente ha sido cortado ese tramo de calle. Ese trazo de ciudad ha quedado acotado por una fina malla metálica, que en la mañana de ayer, insisto en el momento, apenas alteraba la visión de ese lugar, aún abierto a la circulación de los peatones. Sí, tal vez algún domingo, de muy buena mañana, o en el más duro ferragosto, se consiga, siquiera por unos momentos, unos niveles tan bajos de ruido, como los de una mañana como la de ayer. Sin embargo, pese a su rotundidad, la clave no la tenía sólo el silencio de un tráfico suspendido y que aún no ha sido roto por la maquinaria pesada a punto de llegar. Lo realmente sorprendente de ese momento era el espacio mismo, agrandado, transfigurado, por la ausencia de vehículos.
En Especies de espacios, explica Georges Perec que nuestra mirada alcanza muy lejos y sólo ve aquello con lo que topa. Por lo tanto, nos dice, 'el espacio es lo que frena la mirada, aquello con que choca la vista: el obstáculo: ladrillos, un ángulo, un punto de fuga...'. En nuestra propia ciudad el espacio está, aparentemente, más domesticado que el tiempo, por eso nos recuerda Perec, que en todos los sitios encontramos gente que lleva reloj y es muy raro encontrar personas que usen brújula. De ahí nuestro desconcierto, cuando en una mañana, en un espacio que creemos conocer, nos cambian los obstáculos a nuestra mirada, que sólo se ve frenada por unos edificios que tantas veces hemos mirado sin haber acertado a ver.
Vivir, dice Perec, es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse. La mirada se detiene también en los otros, el paisanaje del que formamos parte. La semana pasada, en otra calle de Valencia, una anciana inició una carrera para intentar huir, presa de pánico, de dos jóvenes de facciones norteafricanas. La pobre mujer cayó al suelo, donde fue auxiliada por los imaginarios atracadores, y que se sepa no ha presentado ninguna reclamación contra el Gobierno por los efectos colaterales de naturaleza paranoide que genera su discurso sobre los inmigrantes.
Vuelvo mentalmente al espacio recobrado del barrio de la exposición y entiendo, con Perec, por qué no hay nada de inhumano en una ciudad, como no sea nuestra propia humanidad.
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