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Columna
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La virtud de los nombres

Hay un discurso que flota, aunque parezca tener la consistencia de lo evidente. Para explicarme con claridad diré que si a una clase de objetos se le aplica una determinada palabra, ésta puede ser sustituida por otra de significado más amplio que la engloba y que servirá también para significar la clase de objetos que queríamos nombrar. Todos sabemos lo que es un sillón y la clase de objetos a la que se le aplica esa palabra. Sabemos también que un sillón es un mueble, pero no solemos utilizar esta palabra para designar al objeto en el que cómodamente nos sentamos. No decimos me he sentado en un mueble, sino me he sentado en un sillón, aunque ambas expresiones sean correctas, si bien no igualmente acertadas. Si todavía me siguen y aún conservan la paciencia, les aclararé que la palabra mueble es el hiperónimo de sillón, armario, consola, etc. Y llamamos hiperonimia a la relación de inclusión de un significado en otro de espectro más amplio. Llegados a este punto, vayamos ya al asunto que nos interesa.

En la vida ordinaria, el recurso al hiperónimo suele denotar una falla del lenguaje, bien sea momentánea o debida a escasa competencia del hablante. Sólo diré mueble por sillón si me asalta un lapsus, pero si quiero dejar a alguien perplejo no tengo más que decir que en mi edificio tengo un mueble en el que me siento a contemplar el electrodoméstico. Es evidente que tratamos de evitar, salvo si bromeamos o somos partícipes de alguna jerga, una forma de hablar tan imprecisa, pues no nos entenderíamos. Así son las cosas en la vida ordinaria, en la que llamamos nuestra vida cotidiana: la del sillón, las zapatillas y los rulos. La vida, sin embargo, es más amplia, digamos que tiene otros planos, y también en estos se utiliza el lenguaje. Hay, no obstante, una diferencia sustancial entre los lenguajes de estos planos diversos que me gustaría subrayar.

En la vida ordinaria somos dueños del lenguaje que utilizamos, de manera que casi podríamos definir la vida ordinaria como aquella que abarca el lenguaje del que somos dueños, el que nos pertenece. No ocurre así en otros planos de nuestra vida en los que también participamos. En estos, nuestra relación con el lenguaje es más frágil, porque no nos pertenece del todo. Digamos que en esos planos el lenguaje tiene sus maestros, sus dueños, que son los que lo forjan, matizan, retuercen y modifican. La vida religiosa, por ejemplo, tiene sus maestros, los dueños del lenguaje religioso. Y la vida política también, y es en la que nos vamos a centrar, ya que entre nosotros forma parte de la vida ordinaria, o al menos de la locura ordinaria. Y si todavía me siguen, me van a acompañar de nuevo por el sendero de la hiperonimia.

Un político puede decir que el diálogo resolverá el conflicto o por qué la sociedad vasca no tiene derecho a ser consultada, y quedarse tan ancho. Así el lehendakari Ibarretxe: 'No voy a admitir que se me diga que la sociedad vasca no tiene derecho a ser consultada'. Lo primero que se nos ocurre ante una disposición tan contundente es averiguar quién habla y en qué año, puesto que a día de hoy la sociedad vasca ha sido consultada muchas veces y ese derecho lo ejerce. Siendo esas declaraciones de hace unos días, podríamos concluir que quien las ha realizado es un personaje estrambótico que hace uso de alguna jerga extraña. Y resulta que no, que quien las hace es el lehendakari Ibarretxe y que habla en serio. Si la sociedad vasca ha sido consultada en numerosas ocasiones y el lehendakari reclama un derecho ya ejercido como si no lo hubiera sido, es que algo huele a podrido en Dinamarca: alguien que tiene la casa llena de muebles dice que no tiene muebles porque le faltan los sillones.

Afirmábamos antes que decir mueble por sillón era una falla del lenguaje, un defecto. En política, el recurso constante al hiperónimo no es un defecto, sino algo intencionado, pero tendríamos que preguntarnos si es una virtud o un vicio. Si se reclama como no realizado algo que sí se ha realizado -la consulta- es que con esta palabra se quiere recubrir otra cosa, una clase de consulta acaso, que además no se nos quiere precisar: se nos oculta el sillón debajo de la alfombra para que no haya muebles. Y eso es una engañifa, luego nos hallamos ante un vicio. Y después se le pregunta al pueblo si quiere hacer lo que lleva años haciendo para que haga, en realidad, otra cosa, con lo que se le toma por tonto, además de seguir con la engañifa. Claro que, si el pueblo es tonto, sus maestros recurrirán a la hiperonimia y a lo que sea para mandarlo a por un electrodoméstico y hacerlo volver a casa con una barra de pan. O en cueros.

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