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Colores apropiados

Pablo Salvador Coderch

Como estampadas por un tampón, tres letras y una palabra -H.I.V. Positive- en un hombre joven fotografiado en escorzo, luego en las nalgas y, finalmente, en el vientre de una mujer; niños de corta edad trajinando ladrillos; un pato todavía vivo flotando en petróleo. De haber sido expuestas en una exposición, unos pocos habrían sabido de esta serie de fotografías por las secciones culturales de los diarios. Pero el diseñador milanés Oliviero Toscani había ideado una campaña publicitaria: en todas las imágenes aparecía un minúsculo recuadro rojo donde se leía, en inglés, 'Colores Unidos de Benetton'. Hasta los jueces picaron en el anzuelo de un escándalo planificado con gracia, y 10 años después del lanzamiento de la campaña continúan los pleitos.

10 años de pleitos no ponen de acuerdo a los jueces alemanes sobre una campaña de publicidad

Cuando, a finales de 1992, el semanario alemán Stern publicó los anuncios, la agencia federal alemana de lucha contra la competencia desleal demandó a la revista alegando que apelar a los sentimientos del público para llamar la atención sobre un producto mercantil era una indignidad. El demandado ondeó en su defensa la bandera de la libertad de prensa, pero una sentencia del Tribunal Supremo federal alemán del 6 de julio de 1995 resolvió, en su contra, que apalancarse en el sufrimiento de seres humanos o de animales con finalidades mercantiles contraría a las buenas costumbres y que, por tanto, la revista debería abstenerse de volver a publicar las fotografías en cuestión, bajo amenaza de multa de 250.000 euros (41,6 millones de pesetas).

Disconforme con el fallo, Stern recurrió ante el Tribunal Constitucional alemán, que el 12 de diciembre de 2000 devolvió el caso al Supremo tras sostener que la libertad de prensa se extiende a la expresión de opiniones contenidas en anuncios mercantiles: las tres series de fotografías muestran críticamente sendos tipos de abusos -la estigmatización de personas enfermas de sida, el trabajo infantil y la contaminación-, y una opinión no deja de estar protegida constitucionalmente por haberse formulado en una campaña de publicidad mercantil. De hecho, añadió, gran parte de la publicidad actual apela a los sentimientos, y si se prohibiera que los anuncios llamaran la atención del público sobre cuestiones socialmente graves o apelaran a sus emociones, la libertad de expresión se vería seriamente afectada.

Tengo por cierto -tanto como otros considerarán afrentoso- que un juez arbitrando elegancias es peor que un cura bailando. Para gustos se pintan colores y un tribunal de justicia no es la sede más adecuada para decidir sobre los colores más apropiados para un anuncio o sobre la bondad de una campaña que galopa sobre los juicios de valor emergentes en nuestra cultura.

Sin embargo, traigo a colación el caso alemán porque la historia universal del retraso de la justicia se complicó en él con diferencias básicas de opinión entre los magistrados del Tribunal Supremo y del Constitucional, algo que uno creía más propio de nuestras latitudes que de la docta Alemania: una década de pleitos no ha bastado para que los jueces alemanes se pongan de acuerdo sobre una campaña de publicidad que, en parte gracias a ellos, ha alcanzado sobradamente sus objetivos: el 6 de diciembre de 2001, el Tribunal Supremo alemán acusó recibo de la corrección constitucional, pero falló de nuevo en contra del semanario demandado y fulminó por segunda vez la campaña de Benetton: explotar la miseria humana con fines mercantiles, dijo, es puro y simple cinismo, y hacerlo a costa de la imagen de los afectados resulta contrario a la dignidad humana.

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En vano, pues la historia ha juzgado el tema de fondo: hace dos años que Toscani y Benetton han roto su relación profesional, quizá porque ambos eran conscientes de que ya habían movido pieza en el mundo de la publicidad y, de paso, en el de la expresión cultural y artística. Hoy nadie niega que los provocativos montajes de Toscani rompieron moldes y que, por eso mismo, posibilitaron que los retos de la expresión publicitaria y artística sean distintos a los de hace una década.

Muchos todavía creen que deben trazarse círculos distintos para la libertad de expresión en función del agente social que se expresa o del tipo de actividad que lleva a cabo en lugar de hacerlo por el contenido o la forma de expresión. Así, el artista o la organización no gubernamental podrían llegar a decir cosas que a un comerciante le estaría vedado insinuar. Pero esta tesis produce, entre otras cosas, resultados chocantes.

Así, hace ya tiempo que las productoras de Hollywood ganan más dinero con el merchandising de sus éxitos que con la exhibición de las películas mismas: circunscribir su libertad de expresión a la película que producen para restringirlo en el resto de su actividad mercantil es, cuando menos, incongruente, y no sabría decir a ciencia cierta si hay más artistas en las galerías de pintura que en los estudios de publicidad.

Marcel Duchamp dijo una vez que las obras de arte mueren cuando son reconocidas como tales. Habría que dejarlas nacer.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho civil en la Universidad Pompeu Fabra.

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