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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Muerte vital

De una filosofía como la de Jankélévitch (1903-1985), que juega siempre, a la francesa, con la paradoja como constitutivo del ser y del pensar del hombre, no puede esperarse otra cosa hoy que extravagancias, bellísimas y geniales si se quiere, pero extravagancias. Que un día sirvieron, sin embargo, para que algunas generaciones se entendieran y entendieran el mundo.

Paradójica ha de ser, por demás, su filosofía cuando enfoca un tema como el de la muerte, que no es un hecho (de la vida) y que supone la aniquilación misma del ser que podría experimentarla y del pensar que podría tematizarla. Extravagante es tener que concluir, si uno se lo plantea, que no se puede morir en primera persona porque no se puede decir que muero; que sólo se muere en segunda y tercera, porque sólo de esas muertes se puede hablar en presente. Absurda es entonces también la esperanza del autor de que el último instante (de vida) aclare todo, o siquiera algo, con respecto a la muerte; y no esperar a él, sobre todo. Decir que la muerte es un misterio que no consiente en plantearse como problema y un problema que rehúye diluirse como misterio, es nada más que testimoniar la sinrazón de romperse la cabeza con preguntas sin respuesta; o con paradojas que, además, sólo aparecen en ella. Pero, a pesar de su inanidad como hecho de vida y como objeto de conocimiento, se presenta a la muerte como un objeto de escándalo y protesta, ridículo, absurdo, y como un hecho brutal, trágico, injusto, ilegítimo.

LA MUERTE

Vladimir Jankélévitch Traducción de Manuel Arranz Lázaro Pre-Textos. Valencia, 2002 435 páginas. 35 euros

Ella, que ni es, ni nunca será nada, ni objeto ni hecho, para el hombre que puede hablar de ella, es, sin embargo, su mayor certeza. Aunque no se sepa, ni se pueda saber lo que es, se sabe que es algo muy serio. Tan serio y tan cierto que 'la muerte es una certeza mientras que Dios es una buena apuesta'... Se comprende entonces la evanescente genialidad de este gran libro. Es difícil percibir hoy el encanto pretérito de empresas como la suya, a no ser como testimonio de una época ya heroica (1966), de un héroe de Mayo del 68, de un tiempo de ilusiones desgarradas y de gigantes de la ansiedad, ya incomprensibles. La filosofía era entonces una forma de auto-compasión-complacencia. Un género ficcional que no quería llamarse literatura.

¿Qué dice este libro? Que la

muerte es el absurdo final de una vida absurda, y el comienzo de otra igualmente absurda. Necesarias e imposibles a la vez las tres. Esta vida es una sucesión inaprehensible de instantes, sólo percibible en la conciencia como una inquietud interior, una contradicción constante, una perenne elección de una única posibilidad de acción en cada caso, renunciando a infinitas otras. Ello constituye la esencia del hombre como una distancia insalvable a sí mismo, entre el yo que elige algo y el que podía elegir (y ser) cualquier otra cosa. Sin que le quede más que el 'privilegio trágico' del remordimiento, en cada caso, o el 'tedio mortal', en todos, de la inercia general de esa dialéctica, necesaria y absurda, de obrar y elegir, elegir y obrar, siempre a la busca y siempre alejado de sí, siempre delante y siempre detrás de sí mismo.

Y si esto significa vivir, morir es el colmo, no el final, del absurdo. ('Absurdidez' traduce literalmente el traductor). Porque tanto supervivencia como aniquilación (o 'nihilización') de esa mera huida hacia adelante que es la vida, no tiene sentido la muerte. En el primer caso, porque ni la palingenesia ni la panbiótica piensan en mí, sino sólo en mi 'quoddidad', cuando hablan de pervivencia; es decir, la inmortalidad transmigratoria o indiferenciada que defienden considera a los individuos intercambiables, análogos, y hace poco caso de mi 'haecceidad impenetrable', 'mónada irreductible', 'identidad óntica' y 'tautousía'; vamos, que no resucitan ni eternizan a Don Miguel con su Unamuno y su Jugo, como él temía. En el segundo, porque no hay razón para que lo que es deje de ser, de modo que la muerte, además de absurda, aparece como una terrible injusticia y sarcasmo al ser; o porque lo que ha sido no puede no haber sido, de modo que la muerte es imposible, a pesar de todo, porque, a pesar de todo, el haber vivido es eterno: 'Su irreversibilidad, que es lo que impide su resurreción, impide asimismo su aniquilación'.

Tanta paradoja y absurdo,

para consolarnos al final (en la paradoja y el absurdo, claro). Primero, porque lo que no vive no muere y lo que no muere no vive, de modo que el vivo sólo está vivo a condición de ser mortal y, por tanto, 'la muerte vital es lo que hace apasionante la vida mortal'; de esa manera, la muerte da sentido retroactivo a la vida (en el sin-sentido, claro). Segundo, porque resulta así que lo importante en definitiva es el haber-vivido eterno de que hablábamos; de modo y manera que 'va a ser finalmente en la vida misma, en la alegría de vivir y en la sobrenaturalidad de la naturalidad donde vamos a encontrar la prueba de una existencia imperecedera'. Tercero y final, porque seguramente la muerte no es tan fiera, ya que quizá va a ser algo muy simple, tan simple como las cuitas por las cosas familiares que nos acompañan de la cuna a la sepultura: como 'el misterio de una mirada amiga o de una abierta sonrisa, de un sollozo reprimido o de una furtiva connivencia'.

Curiosa 'ciencia nesciente' ésta de la muerte, esta docta ignorancia de Jankélévitch, que ya sabe aunque todavía no sepa nada, como dice; que antes de saber algo ya sabe que será algo 'extraordinariamente simple, como decir buenos días o decir buenas noches; tan simple que nos preguntaremos, el día que lo sepamos, cómo no se nos había ocurrido antes'. Así acaba el libro, dejándonos en el recuerdo las últimas palabras de Ivan Illich al morir: '¡Qué hermoso y qué sencillo!'. Ya, pero eso es un cuento de Tolstói.

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