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Columna
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Máquinas vivas

Los psicólogos creían que para evitar a los niños y las monjas de clausura que confundieran los nuevos robots electrónicos con auténticos seres vivientes se necesitaría un periodo especial de educación. Ahora, sin embargo, concluyen que no bastará y un par de afamados profesionales, Byron Reeves y Clifford Nass, mostraron hace tres años que las máquinas más adelantadas y los seres vivientes tienden a parecerse mucho en la conciencia del más común de los mortales.

Concretamente, las máquinas dotadas de pantalla, sea el ordenador o la televisión, interactúan con los individuos como si fueran animales cercanos y a veces incluso más. Los animales raramente dan órdenes pero los rostros de las pantallas sí lo hacen y nos impresionan de parecida manera a una presencia carnal. Las pantallas agrandan o reducen sus imágenes, nos cambian el humor e incluso la forma de opinar. Esa pareja de profesores, Reeves y Nass, ha observado que si un ordenador o un entrevistador como Pedro Ruiz nos pregunta directamente -pero detrás de la pantalla- qué nos parece su trabajo le contestaríamos con mayor consideración que si nos lo preguntara otro. Actuamos respecto a ellos de igual manera que ante un sujeto que nos solicitara cara a cara una opinión sobre él. Siempre nos comportaríamos con más tiento que si no estuviera delante.

Ni la educación, ni el sexo, ni la edad, nos libra de ser vulnerables a la influencia de la pantalla. Somos más propensos a obedecerla y respetarla cuando nos sorprende cansados pero ¿quién no se encuentra cansado cuando enciende el televisor o cuando lleva un rato ante el ordenador? Nos tienen pues a su merced de la misma manera que nosotros deseamos, en un entorno de máquinas, ser tratados con el mayor cuidado. Más que instrumentos a quienes ordenamos que nos presten sus servicios los deseamos como buenos compañeros para pasar el rato. Cualquiera puede contar experiencias particulares, relatar anécdotas, referir ocurrencias que han tenido con ellos sus aparatos, de la misma manera que se pondrían a hablar con simpatía de un perro o de un gato. Los aparatos nos hacen compañía y nos tejen la vida hasta el punto en que la gente responde socialmente y con toda naturalidad al diferente comportamiento de los artefactos aunque sepan muy bien, racionalmente, que no les correspondería esa clase de trato.

La comparecencia de personajes en la pantalla del televisor posee un efecto de permeabilidad muy notoria sobre la vida de los espectadores. Cualquiera en su sano juicio distingue lo que es la vida de la vida en la pantalla, la realidad sin espectáculo y el reality show pero apenas se abandona la concentración crítica aparecen los efectos que traspasan las diferencias.. En las campañas electorales se ha comprobado que si el candidato aproxima su rostro a la cámara para decir algo el espectador siente que es más difícil llevarle la contraria. Pero en otros casos, cuando se trata de gentes como Ana García Obregón, al acercársele la cámara a la cara, los televidentes tienden a quererla más, como si se hubieran aproximado físicamente a ella o quién sabe si incluso sintieran la certeza de haberla abrazado.

Hace más de un siglo, a comienzos del maquinismo, los seres humanos vivieron la amenaza de ser convertidos en máquinas y obligados a realizar trabajos que reproducían el automatismo mortal. Ahora, sin embargo, ocurre al revés. Las máquinas modernas se diseñan, con o sin pantalla, en la robótica, como criaturas vivas y de condición humana. Artilugios sensibles a nuestro halago y a nuestra a reprimenda, capaces de discernir nuestro estado de ánimo, facultados para entablar relaciones con la inteligencia y la memoria. ¿Mecanismos? Ahora estamos ya cerca de tener como acompañantes no sólo a las mascotas sino a muñecos conversadores. Podemos verlos alegrarse con nuestra alegría y podrían, llegado el caso, llorar con nosotros en una casa vacía aliviando la idea de habernos quedado solos. ¿Cómo odiar sin más la tecnología? ¿Cómo no distinguir entre simples máquinas y personas de verdad?

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